Toda su vida, Anselmo había sido un infeliz. Era de inteligencia mediana, pero su escasa voluntad y falta de ambición, unidas a las pocas ganas de trabajar, habían hecho que fracasara en cuantas empresas o iniciativas había tenido. Más de una vez lo habían despedido, y tantos lo habían sometido y se habían reído de él, de su ineficacia que, a duras penas, había conseguido llevar adelante su familia en medio de una pobreza que siempre los había dejado con lo mínimo para subsistir.
De ese mínimo siempre reservaba lo suficiente para pagar la cuota de socio del Recreativo Club de Fútbol. El amor de su vida. Su pasión. La cuota era, por supuesto, sagrada. Podía incluso faltar dinero para comer, pero la cuota tenía que seguir pagándose. Porque cuando veía evolucionar a los jugadores por el campo de juego era tan feliz que olvidaba las miserias de su vida y la gente que se había burlado de él. Y cuando los rivales cometían alguna falta, se desahogaba insultándolos y pidiendo su sangre, como si ésta fuera la de aquellos que lo habían escarnecido y se habían aprovechado de su falta de voluntad. Esto lo hacía sentirse importante, trascendente. En una ocasión incluso había sido capaz de bajar al césped y correr detrás del árbitro. Este señor se había atrevido a silbar un penalti inexistente contra su equipo, y eso era un delito que no se podía consentir. Se libró con una multa y una amonestación, que daba por muy bien empleada. Todo por su amor, de quien nadie se podía burlar impunemente.
Nunca, pues, faltaba a ningún partido, lloviera, nevara o hiciera un frío espeluznante. Y los domingos que el Recreativo jugaba fuera de casa seguía las incidencias del partido por la radio. No era igual, estaba claro, pero su economía no daba para más. También era cierto que, al menos moralmente, los jugadores del Recreativo se sentirían satisfechos con los gritos de ánimo que, de vez en cuando, les lanzaba se encontrara donde se encontrara. Unos gritos que, cuando iba en autobús con la radio pegada a la oreja, hacían volverse a más de uno y pensar que estaba como una regadera. Pero eso le importaba un rábano. Lo único que importaba era el Recreativo de su alma.
Cuando murió y leyeron el testamento, éste no dejaba lugar a dudas: tenían que incinerarlo y alguien, preferentemente el hijo, debía cumplir su último deseo. Consistía en llevar cada domingo sus cenizas al estadio, el único lugar donde siempre había sido un hombre feliz.
He aquí, pues, al hijo llevando domingo sí domingo no una urna con sus cenizas al estadio de fútbol. Bien pronto aquello se hizo famoso. El hijo fue conocido como el “Cenizo”, y por donde pasaba la gente le dirigía una mirada entre veneración y burla, más de esto último. El hijo, respetuoso y cumplidor, prefería pensar que solo era de veneración.
Un domingo, la sanción de una falta máxima injustificada contra el Recreativo provocó tal alboroto que la gente se lanzó en tromba en el campo. Los escasos guardas de seguridad del campo no pudieron hacer nada para evitar que una riada de gente invadiera el campo. El hijo, llevando la urna por el brazo, se vio también arrastrado contra su voluntad, con tan mala fortuna que, nada más llegar al césped, un codazo inoportuno echó el utensilio funerario a tierra. Del golpe se abrió, y las cenizas, en un santiamén, se esparcieron por todas partes.
El hijo miró desconsoladamente la urna vacía. Por un instante pensó en recoger las cenizas, pero pronto se dio cuenta de que eso era una tarea inútil: aquel día hacía viento, y las cenizas habían volado de tal manera que solo podría recoger a duras penas la décima parte. La evidencia lo dejó como insomne. Si lo hiciera, sería luego como llevar el brazo del padre al estadio, o únicamente una pierna. En fin, una irreverencia.
Desconsolado, volvió a casa. Casi entre llantos, se lo confesó a su mujer. Ésta, que había sido testigo silencioso de la absurda fidelidad de su marido hacia su padre difunto, que nunca se había atrevido a decirle que cada día que iba al estadio con la maldita urna solo hacía el ridículo, que incluso había tenido que soportar como alguna amiga se había reído de ella misma a sus espaldas, lo miró con ojos muy serios y le dijo:
-Bien, no te quejes, porque ahora tu padre ya tiene motivos para ser completamente feliz. Sabes que toda la vida lo han estado pisando, que ha sido un infeliz. Ahora, debido al incidente, y para no cambiar la rutina, seguirán pisándolo después de muerto.
-Sí, pero… -insinuó él.
-Calla -lo cortó con resolución la mujer-. Tu padre solo era feliz en el estadio. No paraba de decir que el Recreativo era su amor, y el estadio el único lugar donde se sentía respetado. Ahora que se encuentra esparcido por su césped, ¿cabrá mayor gozo para él que soportar los pies de los únicos que ha estimado en vida, y precisamente en el lugar donde más ha disfrutado?