Habéis oído decir alguna vez, refiriéndose a una mujer: ¿está tan buena que me la comería? Yo sí. A mí al menos me lo han dicho. No en muchas ocasiones, porque la frase tiene su punto de vulgaridad y hoy los hombres van de finolis por la vida, más por miedo a las feministas que no otra cosa, pero me consta que lo piensan muchos más de los que se han atrevido a decírmelo. Supongo que mi cuerpo, sensual y carnal, ciertamente atractivo para el sexo masculino, despierta en la mayoría de sus componentes tal sensación.
De hecho, cuando me miro desnuda al espejo incluso a mí mismo me cuesta resistirme a mis propios encantos. Las curvas de mi cuerpo son, ¿cómo diría?, casi perfectas. Y no es vanidad ni ganas de presumir. Lo son, y punto. Si recorro con la mirada mi cuerpo no hay que ser demasiado observadora para darse cuenta, por ejemplo, de que mis nalgas y mis pechos son grandes, redondos y compactos, y sin pasarse, unas cualidades que los hombres suelen apreciar bastante. Otra cualidad de mi cuerpo es que mi piel es suave como la de un bebé. Cualquier hombre disfrutaría deslizando una mano suya desde la punta de los dedos de uno de mis pies hasta los pelos que envuelven mi pubis y esconden la cerradura que promete delicias sin par para las llaves de los hombres que, claro está, elijo concienzudamente y deben hacer lo suyo para merecerla.
En fin, que sin necesidad de abundar en otras cualidades mías, como la estatura idónea para una mujer (ni baja ni demasiado alta) o mi cabellera larga y negra como el azabache, llegué a comprender esa frase que algunas veces me han dicho y que, al fin y al cabo, me enorgullecía en lo más íntimo: estoy para que me coman.
He dicho enorgullecía a propósito. En pasado. Sí, en pasado, porque hoy en día ya no hago tal afirmación. De hecho, la sensación que me provoca ser “comestible” es ahora muy distinta: de asco, cuando no de miedo visceral.
Veréis, hace un año aproximadamente conocí a un joven en la universidad. Me lo presentó mi amiga Ruth de forma casual, como si fuera la cosa más natural del mundo. De inmediato, Alberto -así era como se llamaba-, me atrajo poderosamente la atención.
A veces me pregunto cuáles son las cosas que más me atraen de los hombres. ¿Su físico? No, en absoluto. De qué me sirve un hombre con un físico espléndido si después no sabe mantener una conversación agradable y me hace bostezar a las primeras de cambio.
Entonces, ¿una conversación agradable? Pero ¿de qué sirve tal cosa si el físico no acompaña? A riesgo de desmentir las palabras anteriores, no es que resulte imprescindible un físico agradable, pero el contacto con unos hombros sólidos, una espalda ancha, y con unas piernas y unos brazos fuertes sin necesidad de hormonas añadidas ni mil ejercicios de pesas, siempre será mejor que si se hace con unas piernas y unos brazos muy delgados o unos hombros estrechos y caídos porque su espalda no da para florituras. Al fin y al cabo, un caramelo siempre endulza la vida.
¿Son las caras bonitas las que me atraen? Pues bien, nunca me han complacido los hombres con una cara demasiada “bonita”, demasiado perfecta. Una peca o un grano en algún lugar visible, o una nariz o unas orejas algo más grandes de lo normal, le dan más encanto a una cara masculina que la perfección absoluta. Siempre en mi opinión, claro está. Hay gustos para todo. Pero un hombre pertenece al otro sexo, y tiene que ser, evidentemente, varonil. Esto implica para mí que su “hermosura” viene establecida por otros parámetros, muy distintos a los de una mujer.
A los de una mujer como yo mismo, sin ir más lejos, porque no conozco un hombre que de mí no diría al instante que soy “muy bella”. Y como he dicho antes, no se trata de vanidad. Reconocer la verdad no es cuestión de vanidad. Pero ¿qué pasaría si un hombre tuviera unos pómulos tan redondos y armoniosos como los míos? ¿Y unos ojos tan grandes y claros? ¿Y una frente tan delicada? No creo que ganara, antes al contrario perdería todo su encanto porque la belleza, como tal, es sobre todo cosa de mujeres, no de hombres, igual que la fortaleza o la robustez, grosso modo, les pertenece más a ellos que no a nosotras.
¿Son los hombres sinceros, los honestos, los que me gustan? Y tanto que sí. La sinceridad y la honestidad son cualidades muy apreciadas por el sexo femenino, casi tanto… como la picardía y la deshonestidad. Que sea valiente la mujer que diga que no le atrae un poco de chulería en un hombre. Incluso de malicia. ¡Yo no me atreveré a tanto!
En definitiva, para mí un hombre tiene que tener un poco de todo. De esa armonía y equilibrio entre varios aspectos de su físico y de su personalidad, marcados por la impronta de la masculinidad -algo bastante diferente de la feminidad-, nace su encanto. Y si tiene algo que destaca por encima del resto de sus congéneres, mucho mejor. De hecho, son los hombres que poseen alguna característica especial, distintiva, teniendo además de ese poco de todo, los que resultan más atractivos. Los que vuelven “locas” a las mujeres. Los que a mí… me vuelven loca.
Ése, precisamente, era el caso de Alberto.
2
Alberto no era ni muy musculoso ni muy “hermoso”, ni muy alto ni muy fuerte, ni muy inteligente ni su conversación era de lo más allá. Pero tenía de todo un poco, que como he dicho, es lo ideal. Suficiente para destacar entre la masa, aunque sin ir demasiado lejos. No era un hombre que atraía especialmente las miradas de las chicas cuando pasaba junto a ellas, aunque cuando lo conocían no resultaba difícil rendirse a sus encantos masculinos.
Entonces, ¿qué era lo que me atrajo de él hasta el extremo de enloquecer de amor? Como suena. Pues bien, aquello que me embrujó desde el primer instante de Alberto fue su mirada. Era su gran encanto, el detalle que lo hacía destacar sobre el resto de hombres. Devoraba con la mirada, pero no como lo hacen la inmensa mayoría de los hombres. Él no desnudaba a las mujeres con los ojos. Su mirada no era insolente, porque de haber sido así yo lo habría despachado inmediatamente. Sus ojos estaban llenos de franqueza y de sinceridad, pero a la vez de un deseo sano, casi etéreo, espiritual, pero tan penetrante que en mí provocaba un deseo instantáneo de librarme a él en alma… y en cuerpo.
Él no recorría cada porción de mi cuerpo con su mirada, imaginándose, por ejemplo, la desnudez de mis pechos firmes y de suaves redondeces. Ni se deleitaba en la contemplación de mis muslos rotundos, o pretendía imaginar cómo era de sedoso mi monte de Venus o si sabía cómo las frutas de la pasión. No había ninguna vulgaridad o procacidad en su mirada, sino delicadeza, elegancia y fina sensualidad. Él miraba dentro de mí, dentro de mi cuerpo. Su mirada, por extraño que pareciera, iba directamente a mi corazón, a mis entrañas. Mi cuerpo parecía ser para él simplemente el envoltorio de mi espíritu. Lo atravesaba con su mirada centelleante como si sus ojos estuvieron dotados de rayos X.
Me desnudaba, pues, pero no de mis vestidos, sino de mi carne, y aquello producía en mí tal sensación de vértigo, de abandono, de un deseo íntimo y profundo, que aún hoy en día me estremezco y, aunque parezca mentira, disfruto un par de segundos –más no- al recordarlo (para a continuación aborrecerlo).
Pronto empezamos, como se suele decir, a flirtear. Todo resultó muy espontáneo. De hecho, no me invitó a salir aquel primer día que me lo presentó mi amiga Ruth. Se limitó a pronunciar cuatro frases sobre el tema insulso del que habíamos estado hablando antes y a mirarme dos o tres veces de la forma que he descrito. Ni siquiera Ruth se dio cuenta de la forma especial como me miraba. Pero yo sí que me di cuenta. Si eres un poco experta, te das cuenta inmediatamente. Aquel día supe que yo le atraía poderosamente, y que él también me atraía a mí de la misma forma.
Todo a partir de ahí fue, pues, cuestión de tiempo.
3
Tuvimos que esperar al siguiente encuentro casual, de nuevo en la cafetería de la universidad. Ocurrió entre dos clases, cuando coincidimos casi en el mismo rincón que la vez anterior. Me dirigió un par de miradas de las suyas y, cuando Ruth fue a los servicios, aprovechó la ocasión para, de una forma indolente, casi sin querer, invitarme a salir aquella misma noche.
Invitación que yo no rechacé. Su mirada me extasiaba tanto, me provocaba tal delicioso placer y embeleso, que ni por un momento pensé en desperdiciar tan irresistible propuesta.
Aquella noche, en el banco de un parque, bajo el halo declinante de una luna de plata, me lo dijo por primera vez: que me comería. Lo dijo entre los primeros besos, unos besos apasionados que encendieron mi corazón y supongo que también el suyo. Cuando lo dijo me puse a reír con una risa franca y abierta. De pura alegría y fascinación por la frase y porque, cuando lo dijo con su voz dulce y envolvente, me miraba con unos ojos más encantadores que nunca, unos ojos más vastos que el infinito y llenos de ternura y aprecio. Unos ojos adorables.
Deseé en aquel instante entregarme a él, ser suya porque el contacto con su cuerpo me transmitía tal oleada de felicidad que la impronta que dejaba dentro de mí no se podía saciar con unos simples besos.
Aun así, no lo hice. En un pronto, cuando más enardecida me encontraba, cuando más dispuesta estaba a recibirlo, tuve la insólita sensación de que detrás de su mirada subyacía un fondo misterioso, un recoveco minúsculo donde se escondía alguna idea rara o tal vez un plan terrible que pugnaba por salir, por manifestarse de una forma que no era nada normal. Su mirada, como ya he dicho anteriormente, era encantadora, increíble, pero mi instinto me reveló esa manchita, turbia y casi insignificante, casi invisible. Era como un puntito negro que se divisaba en lo más profundo de su alma, iluminada por los destellos de una extraña chispa, y que parecía la imperfección que un tallista se ha dejado casi a propósito en un brillante precioso. Esto detuvo mi deseo y me llenó, con cierto disgusto, de una pizca de desazón.
Porque de repente, me acababa de dar cuenta de que su mirada tenía, tal vez -no lo podía afirmar porque, como he dicho, era cosa del instinto- una ligerísima traza… ¿de locura?, ¿de fanatismo? ¿Era un demonio libidinoso, perverso, lo que acechaba en sus ojos? ¿Un demonio… avizorando una víctima propiciatoria?
Aquello, lo reconozco, me dio miedo. Me sentí como aquél que es sumergido en un delicioso baño de agua caliente con maravillosas fragancias de pétalos y rosas, y de repente descubre que el agua se está calentando peligrosamente, hasta el punto de que, si no sale pronto, acabará quemándose. Y al mismo tiempo, algo me alertaba que las fragancias podían ser sustituidas en cualquier momento por un olor de horrible hediondez.
Todo ello era muy extraño, demasiado arriesgado, pues, para que me atreviera a dar cualquier paso del que me podría arrepentir. Me dije que debía hacer caso a mi instinto, así que, para su estupor, me despedí rápidamente de él con la primera excusa que se me ocurrió. De esa forma, un tanto inquietante, casi humillante para él, se acabó aquella primera noche.
Pero ya estábamos saliendo juntos. Porque al fin y al cabo, mis ganas de salir con él eran superiores a mi instinto. La seducción que en mí provocaba era demasiado grande. A veces, se me pasaba por la imaginación que la rara percepción -¿o tenía que llamarla “sospecha”?- que se había metido tan bruscamente en mi cabeza muy bien la podía considerar, si lo pensaba concienzudamente, insignificante, e incluso era muy posible que errónea. O más bien errónea del todo, y por lo tanto, si seguía haciéndole caso, me privaría de placeres inigualables.
En resumidas cuentas, me dije, ¿quién no tiene algún rinconcito misterioso? ¿Quién no esconde en lo más profundo de su ser algún pensamiento malo, incluso retorcido? La perfección no existe, y todos tenemos algún rasgo anómalo, algún deseo o una obsesión extravagante que puede resultar relativamente dañina para la gente que nos rodea.
No por eso, pues, iba a dejar de salir con él, máxime cuando se comportaba conmigo como todo un caballero y no exigía nunca nada que yo no estuviera en condiciones de ofrecer de buen grado. Además, esa sensación agridulce, esa desazón dolorosa que también podía resultar placentera, resultaba terriblemente seductora y, en el fondo, me hacía temblar de excitación. Casi me gritaba mi alma por dentro cuando lo veía acercarse. Eran unos gritos vagos, confusos, pero al mismo tiempos llenos de un sentimiento puro y reconfortante. Reconozco que me había obsesionado con él, y de qué manera.
(Pero las obsesiones, ay, nunca son buenas consejeras.)
Así pues, salimos juntos unas cuantas noches más. Íbamos a lugares donde siempre había gente: a un cine, a un pub, a la fiesta que se celebraba en casa de algún amigo. A la hora de despedirnos nos besábamos apasionadamente y él me acariciaba los pechos, y mientras me miraba con su estilo característico me decía a menudo la frase que me encantaba: que me comería.
Lo cual me estremecía.
Pero de ahí no pasábamos. No me atrevía. Cuando me proponía ir a su casa le soltaba cualquier excusa, y acto seguido me marchaba tan precipitadamente que solía dejarlo, como se suele decir, con la palabra en la boca. Esto hacía que se contuviera la próxima vez que nos veíamos y que no me repitiera la propuesta, hasta que pasaban unos días y volvía a la carga… para obtener la misma respuesta.
4
Y entonces, llegó la Navidad. Me sorprendió saber que él no únicamente vivía a solas sino que, además, no tenía familia. Nadie con quién celebrar tan entrañables fiestas. Me dijo que sus padres habían muerto años atrás en un accidente de coche, que no tenía hermanos y que los únicos tíos que le quedaban vivían en una ciudad extranjera, motivo por el cual hacía mucho tiempo que no estaba en contacto con ellos.
Pienso que, en cierto modo, me compadecí de él. Sin familia, cuando yo o cualquiera de mis amigas teníamos padres, o hermanos, o primos, alguien con quien celebrar el Día de Navidad, con quien cenar el acostumbrado pavo con salsa de ciruelas la Nochebuena, entre el griterío de los niños de la casa y la alegría por los regalos recibidos.
Por eso no fui capaz de rehusar su invitación a compartir con él, en su casa, la cena del segundo día de Navidad. Se lo debía. Yo ya había cumplido con mi familia la noche y el día anterior, y no se me iba de la cabeza la idea de que él había estado a solas durante esas fiestas, porque incluso yo lo había abandonado. Era más: no lo podía haber invitado a mi casa porque, de hecho, todavía no nos podíamos considerar novios. Mis padres se habrían escandalizado si yo les hubiera presentado un chico casi acabado de conocer, que además, lo metía en casa en una fiesta tan significativa.
Así que tenía que fortalecer mi ánimo, alejar sospechas tontas e ir a cenar tranquilamente con él.
¿He dicho tranquilamente? ¡Nada más lejos de la realidad!
Pero vayamos por partes.
Su casa era pequeña y acogedora. Decorada con gusto, yo diría que aposta para agradar a los invitados, la mayoría de los cuales, seguramente, pertenecerían al sexo femenino. Pero yo nunca he sido celosa, así que pronto pasé por alto esa observación interior mía.
Me llamaron inmediatamente la atención los cortinajes de las ventanas. Densos, pesados, de colores oscuros. Una vez corridos tapaban de forma drástica toda visión del exterior. Entre bromas, le pregunté si escondía algo a los vecinos. Se puso muy serio, incluso severo, para contestarme entre dientes, titubeando un poco, que no tenía nada que esconder a nadie.
Ahora me lo pienso, esto, ¡y me pongo a temblar!
La cena estuvo deliciosa, y él se comportó más atenta y solícitamente que nunca. Todo lo había preparado para que yo no tuviera que hacer nada, salvo sentarme y cenar. No quiso ni siquiera que me acercara a la cocina. Me dijo que yo era su invitada, una invitada especial, como me recalcó, y que en su casa tenía que sentirme tan a gusto como en la mía propia.
Cenamos agradablemente, pero ambos sabíamos que aquello era un simple trámite. Nos esperaba la sinuosidad de la cama, que se entreveía allí mismo, puesto que el piso solo disponía de la cocina, que era salón al mismo tiempo, y del dormitorio, que tenía la puerta abierta de par en par.
Como he dicho, cocina y salón compartían la misma estancia, pero una minúscula barra americana los separaba. Ese detalle, insignificante a primera vista, fue uno de los que me salvaron.
Estaba comiendo el delicioso pastel de chocolate que él mismo, según me había dicho, había elaborado con una receta de su madre, cuando noté los primeros mareos.
Era, todo ello, una sensación dulce, placentera. Me daba cuenta cómo perdía lentamente la conciencia, la visión de lo que me rodeaba, y cómo todo empezaba a difuminarse a mi alrededor, pero al mismo tiempo me sentía embriagada de felicidad.
Al principio, lo atribuí al alcohol que había bebido. Alberto había puesto sobre la mesa una botella abierta de un buen vino reserva de Rioja, y me había servido generosamente hasta tres copas durante la cena. La tercera copa la tenía a medias, pero aun así, como no tenía costumbre de beber tanto, el sopor que me estaba entrando me hacía soltar risitas graciosas, un poco histéricas, las risitas de quien celebra que se está emborrachando.
Pero el alcohol, en realidad, no era el motivo de mi adormecimiento. Ahora sé que tres copas de vino durante una cena de una hora y media no son suficientes para dejar completamente dormida a una persona adulta.
El caso era que él me hablaba y yo me limitaba a asentir a lo que decía, sin comprender nada, aunque algunas palabras, a base de su repetición, sí que se me quedaron dentro de mí. Recuerdo especialmente las conocidas palabras de que “te comería”, y que tal vez… usó el futuro en vez del condicional.
Y mientras él hablaba, yo me sentía, como he dicho antes, embriagada de felicidad, invadida por la modorra, y todo empezaba a girar a mi alrededor, los muebles, la puerta, las cortinas de colores oscuros, la botella de Rioja, y yo ya solo deseaba tumbarme en la cama porque los ojos se me cerraban irremediablemente, y me sentía cada vez más y más relajada, incluso cansada pero, sobre todo, con unas ganas terribles de dormir.
Supongo que fue mi voluntad lo que hizo que me resistiera a levantarme de la mesa e ir directa a la cama para echarme sobre ella y dormir a pierna suelta. Mi voluntad, unida a la escasa conciencia que todavía me quedaba, me dijeron que estaría muy feo que yo hiciera aquello. ¿Tal vez no recordaba mis deseos… y los suyos? ¡Sería deprimente para ambos!
Hice acopio, pues, de lo que quedaba de mi voluntad para no dormirme, para resistir la somnolencia que iba paralizando de forma lenta pero inexorable mis sentidos y mis músculos. Hay que decir que todo el aposento estaba iluminado únicamente por una vela encendida sobre la mesa además de una pequeña lámpara que había en una mesita junto a los sofás. Ambas luces esparcían resplandores casi juguetones sobre un escenario de sombras y contraluces, un claroscuro digno de un cuadro de Caravaggio.
Supongo que esa media penumbra estimulaba aún más el sopor que sentía, pero el caso era que había determinado que mi cerebro tenía que ser fuerte. ¡Tenía que mantenerme despierta! Cada vez que mis ojos, instintivamente, se cerraban, mi voluntad de hierro los hacía abrirse en un arrebato, al grito interno de “¡no te duermas!”.
Ese fue el segundo detalle que, al final, me salvó.
5
Cuando la batalla entre la parálisis dominante de mis sentidos y la entereza de mi cerebro estaba en su punto álgido y, lo reconozco, el segundo estaba a punto de perder, sonó el timbre de la puerta.
Yo ni siquiera supe quién lo había pulsado. Entre las brumas que aturdían mi cabeza y las que reinaban en la casa apenas reconocí una forma vaga, una persona gorda y pequeña, de cabeza grande y pelo muy corto. Hablaba con Alberto con voz aguda e ininteligible en el umbral de la puerta. Parece ser que discutían, pero yo estaba demasiado preocupada en cómo vencer la somnolencia generalizada de mi cuerpo como para importarme aquella conversación.
Me resulta ahora curioso cómo ocurrió, porque bien es verdad que mi mente ya no estaba para tener ideas, pero el hecho fue que se me acudió de repente una. Además, era brillante: tenía que ir a la cocina para echarme un poco de agua en el cuello. El agua me refrescaría la cabeza y, posiblemente, me espabilaría. Si hubiera estado Alberto frente a mí nunca se me habría ocurrido llevarla a la práctica, por cutre, pero el caso es que él estaba discutiendo con aquella persona, que de vez en cuando chillaba como una posesa. ¡Menuda mala educación! Así pues, debía aprovechar la ocasión.
Me levanté de mi silla como pude: casi a trompicones y medio cayéndome. Aspiré aire a bocanadas profundas, pero el letargo era más fuerte de lo que creía. Había dejado mi cuerpo casi inútil del todo, y me sentía como si unos puños de acero aprisionaran mis músculos. Levantar una pierna era todo un sacrificio, y mi cuerpo ansiaba reposar sobre las almohadas de seda tornasolada del sofá o sobre la cama. Todo, menos moverme.
Pero siempre he sido de esas personas que cuando determinan hacer una cosa no paran hasta hacerla. La idea de decepcionar a Alberto si me dormía del todo me insuflaba ánimos y, consecuentemente, energía. Muy escasa, pero suficiente como para llegar lentísimamente a la cocina, la cual, al fin y al cabo, apenas estaba a tres o cuatro pasos de la mesa. Afortunadamente para mí, aquella casa era pequeña.
¡No quiero ni pensar qué hubiera ocurrido si la cocina hubiera estado, como en muchas casas, al fondo de un pasillo! Habría desistido, y entonces…
Cuando llegué al fregadero de la cocina, Alberto y la mujer de la puerta todavía seguían discutiendo y se sucedían sin descanso juramentos, arengas y excusas de mal pagador que a mí me sonaban a pura algarabía. Ni qué decir que entre la escasa luz y aquella charla tan disonante, ninguno de los dos se había dado cuenta de mis movimientos.
Después me enteraría que el motivo de la contienda era el pago del alquiler. Aquella persona era la portera, la propietaria del piso, y Alberto le debía cuatro meses. De hecho, los cuatro meses que había estado viviendo en la casa.
¡Ay, si yo hubiera sabido aquello! Nunca le habría otorgado a Alberto ninguna confianza, porque ¿qué confianza se merece quién engaña tan descaradamente a su portera? ¡Dejar de pagar ese tiempo era un robo!
En ese caso, evidentemente, nada de lo que estoy contando habría ocurrido.
El caso era que yo no sabía nada de aquello ni me interesaba en esos momentos lo más mínimo. Solo me urgía combatir el adormecimiento con un chorro generoso de agua fresca. Pero, ay, ¡ninguna bendita agua corría por el grifo!
Me enteraría después de que ese había sido otro detalle –provocado por la portera, que había cerrado indignada el paso del líquido elemento para presionar a Alberto- que me había salvado.
No había agua en el fregadero pero, en medio de las neblinas que obnubilaban mi vista, entreví el frigorífico. Me dije que seguramente dentro de él habría alguna botella de agua. Me vendría estupendamente puesto que, además, como estaría fresca, alejaría más rápidamente la somnolencia de mi cuerpo.
Abrí el frigorífico y, a la mortecina lucecita suya que se dispersaba desde un rincón en la parte superior, mi vista fue directamente a una de las bandejas de la puerta. Ese es el lugar donde se suelen depositar las botellas. Recuerdo que exclamé por dentro: “¡Caramba, no hay ninguna!”.
Por tonto que pareciera, ese fue otro de los detalles que, sumado a los anteriores, me salvó.
Porque si hubiera habido una botella en las estanterías, en buena lógica la habría cogido y cerrado después, sin más, el frigorífico. Su ausencia determinó otra respuesta lógica: tenía que buscarla dentro del frigorífico.
Metí una mano dentro, creo que la derecha. Mi visión no daba para mucho, y bien es verdad que apenas distinguía nada del interior. Formas vagas, sumamente confusas, se mezclaban, y yo era incapaz de discernir qué clase de objetos eran.
Pero aquello no me importaba lo más mínimo. ¿Qué podía haber en un frigorífico, sino alimentos de todo tipo? Yo, lo que tenía que buscar, era una simple botella, o una jarra.
Eso, pensé, ¡una jarra! Una jarra llena de agua es lo que a veces ponemos en el interior de un frigorífico.
Pensado y hecho, creí encontrar una. Al tacto, además de fresca lógicamente, era de vidrio, grande y cilíndrica, así que aquello no podía ser otra cosa que una jarra. Con todo, se perfilaba en su interior una forma extraña y singular. Rápidamente descarté aquella idea, porque si era una jarra solo podía contener agua. Yo tenía demasiadas ganas de encontrarla como para consentir que aquello no fuera una jarra de agua. Probablemente, pensé para mí, si es que aún podía pensar, aquella forma pertenecería a algo depositado detrás de la jarra y, como ésta era transparente, se podía distinguir su perfil.
Así que la cogí, pero desgraciadamente mis fuerzas no daban para mucho, además de que la jarra, para mi sorpresa, pesaba bastante más de lo que había calculado mi mente, velada por la neblina causada, según creía, por el alcohol. En consecuencia, nada más cogerla y, en el momento que ya estaba saliendo del frigorífico, resbaló de mis manos torpes y cayó, rompiéndose al instante en medio de un ruido estrepitoso. .
Por supuesto, en ese instante las miradas de la portera y la de él se sintieron irremediablemente atraídas al lugar donde yo estaba. La portera, incluso, pensando que yo me habría hecho algo de daño, se me acercó rápidamente.
Yo giré la vista hacia el lugar del destrozo. Creí distinguir una cosa bastante rara, pero no supe qué era. Fue la portera, curiosa como todas las porteras del mundo, la que sí que lo supo inmediatamente y la que, nada más ver aquello, chilló tan repentinamente y de forma tan escandalosa que llamó la atención de medio vecindario y provocó que aquel minúsculo piso, en apenas dos o tres minutos, se llenara de gente… y de policías.
Porque al fin y al cabo, la presencia de la policía resultaba absolutamente imprescindible si tenemos en cuenta que aquella cosa que había estado en la jarra llena de aquello que yo creía agua era… una mano humana.
6
Los escalofríos todavía me recorren el espinazo y mis labios temblorosos musitan un “¡Dios mío!” cuando recuerdo todos los detalles, y eso que ya ha pasado un año entero.
Pero es que aquella aventura, aquel abismo de aventura, siniestra como pocas, casi me cuesta la vida… y ser comido posteriormente por Alberto, un caníbal en toda regla.
La mano pertenecía a una chica que había desaparecido cinco meses antes en una ciudad a quinientos kilómetros de distancia. Alberto había tenido la precaución de descuartizar minuciosamente el cadáver, meter las piezas en bolsas frigoríficas y trasladarlo todo a la nueva ciudad que había elegido para vivir: justamente la mía.
Por otro lado, el procedimiento para matar aquella pobre chica había sido más o menos el mismo que había pensado en utilizar conmigo si las cosas no se le hubieran estropeado de la forma tan curiosa como he contado.
Procedía primero con el enamoramiento. De una mujer, claro está, que le despertaba no los deseos sexuales, de los que prácticamente carecía, sino… los comestibles. Esto, para él, era relativamente fácil. Se sabía atractivo y conocía a la perfección los encantos que su mirada franca y fresca como el azul del mar, si no se penetraba suficientemente en ella como yo hice en una ocasión, despertaban en la mayoría de mujeres. La elegida dependía, pues, no de su propia voluntad, puesto que casi nadie en quien fijaba la atención se le resistía, sino de la suya, de que la encontrara suficientemente “apetecible”.
En segundo lugar, venía lo que él, pomposamente, mencionó durante el juicio como la “cena de la muerte”. No había que ser muy listo para conocer su significado. Solía servir una botella de vino de excelente calidad, pero con una peculiaridad: estaba invariablemente descorchada. Esto era porque él, antes de servirla a la mesa, le había echado una cantidad respetable de una droga adormecedora. Conseguirla no era problemático: en las farmacias las venden para combatir el insomnio. Él se limitaba a desmenuzar un par de píldoras con los dedos y echarlas al vino.
Estaba claro que él, aduciendo que en esos momentos le apetecía más, empezaba bebiendo una cerveza. Avanzada la cena, cuando ya no había más remedio que beber un poco de vino si no quería despertar sospechas, entonces se las arreglaba para servirse de otra botella de vino que, previamente, había colocado de forma disimulada junto a la mesa.
Todo lo tenía previsto. La droga en el vino, el efecto relajante de la minúscula luz de la estancia, cálidamente decorada y sumamente acogedora, el aire cargado de perfume de azahar y jazmín, su mirada hipnotizadora irradiando un poder al que una se tenía que subyugar por fuerza; incluso su conversación, aparentemente despreocupada y que procuraba que fuera más suave y agradable que nunca… Todo previsto, menos la presencia de la maldita portera cortándole el agua y reclamándole de forma desabrida el alquiler, una portera que, afortunadamente para mí, no había sido atravesada por la daga de su mirada de hielo y fuego.
Luego, llegaba la tercera y concluyente parte de su macabro plan: el asesinato. A esas alturas, resultaba muy fácil. La víctima estaba dormida y a su merced, por lo que incluso se permitía la introducción de variantes en la forma de matar.
Con la primera chica había utilizado el método directo y brutal del estrangulamiento con sus propias manos. Pero parece ser que le costó mucho que la víctima exhalara el último suspiro y no le gustó tener que usar tanto esfuerzo puesto que, según dijo a la policía, eso “lo cansó mucho” y la pobre chica se “debatió durante varios segundos en una agonía terrible”. Él era un hombre muy fino y educado. No tenía necesidad de hacer sufrir “más de lo necesario”.
Así pues, se deshizo expeditivamente de la segunda chica con una puñalada rápida y certera en el corazón. Un solo golpe y adiós. Luego ya la tenía disponible para ser descuartizada y comida con un condimento especial de especies y salsas de su invención. Aquello, según él, confería un sabor único e inigualable a la carne humana. Incluso, había pensado en ofrecer sus recetas a alguna revista especializada del ramo. No detallando, por supuesto, que el ingrediente principal era la carne femenina de jovencita tierna.
Conmigo había pensado en un método más sofisticado. La droga no tenía que dormirme del todo, y por eso en vez de dos pastillas había disuelto únicamente una. Quería que le opusiera alguna resistencia, aunque no supo contestar exactamente por qué. ¿Tal vez yo había despertado en él algún tipo de sentimiento amoroso que lo hacía dudar a la hora de matarme? ¿O simplemente se había cansado de los métodos directos y quería jugar con su nueva víctima como el gato juega con el ratón?
El caso fue que conmigo pretendió dejar lugar a la improvisación, aunque no sé qué tipo de improvisación es posible con una persona mareada como un pulpo que, además, por el hecho de ser mujer es más débil y vulnerable. ¿Pensaba matarme a palos mientras yo intentaba inútilmente, casi teatralmente, huir de él? ¿Pensaba utilizarme como diana y acribillarme a cuchilladas en vez de dardos?
Me estremezco de terror cuando intento adivinar qué pensaba hacer conmigo, el muy desgraciado.
Con una flema digna de inscribirse en los anales de la policía, reconoció que yo, en realidad, no estaba destinada a ser la tercera víctima suya, sino la quinta. De las tres anteriores a la de la mano –que era la única parte de la pobre chica todavía sin comer por él- ya no se sabía nada a menos, evidentemente, que encontraran restos de ADN en su estómago. Preguntado cómo había matado a la tercera y la cuarta chicas, confesó que las había asesinado igual que a la segunda: con puñaladas directos en el corazón. Como ya he dicho, no quería hacerlas sufrir innecesariamente. Era un hombre muy caritativo.
Me dijeron que mientras confesaba todas aquellas atrocidades, con palabras exactas y concisas, mostraba a menudo una sonrisa cínica y cruel. Obviamente, no se arrepentía lo más mínimo de sus horribles crímenes. Tuvo la desfachatez de añadir que, al fin y al cabo, los cometía por pura necesidad, puesto que alimentarse es una necesidad fisiológica.
Ciertamente, mientras confesaba las barbaridades cometidas, los policías que lo interrogaban no daban crédito a lo que veían y escuchaban. Resultaba increíble lo que había hecho aquel joven, con sus bucles rizados, con su cara de inocente que nunca había roto un plato, con su mirada fresca y juvenil que invitaba a una excursión bucólica por alguna campiña llena de margaritas.
Creían haber visto de todo en sus años de profesión, pero aquello los cogía por sorpresa. Jamás lo hubieran imaginado.
Se demostró que a pesar de tanta extravagancia, fácilmente atribuible a la demencia, él conocía a la perfección el alcance de sus acciones. Y también lo que le podían comportar en cuanto a una pena durísima de prisión. Cosa que no estaba dispuesto a aceptar. Así pues, llegaba con calculada astucia al cuarto y último acto del plan diseñado por él con tanta frialdad: el de hacer desaparecer los restos no comestibles del cadáver.
Esta última parte no era tan fácil como a simple vista parecía. Cualquier pedacito de un cuerpo humano, por pequeño que fuera, podía hacer que la policía se le echara encima. Había que tener sumo cuidado para que no quedara absolutamente nada de sus víctimas.
En sus desvelos para que no se encontrara ningún desecho de los cadáveres, llegaba a machacar y pulverizar los huesos. El resultado lo mezclaba con algo de carne triturada y con varios ingredientes culinarios para elaborar una sopa o una crema, que engullía con verdadera fruición. En cuanto a los cabellos, la ropa y otras cosas que le pudieron incriminar, como posesiones diversas de los cadáveres, fotos o recortes de periódicos, todo lo quemaba y después las cenizas las esparcía al viento en alta mar o en cualquier campo.
Estaba obsesionado con el crimen perfecto, para que no lo cogieran, ¿y qué más perfecto y tranquilizador para él que hacer desaparecer por completo el cadáver?
Porque sin cadáver no había crimen.
7
Un buen grupo de psiquiatras, sobre todo argentinos y de los Estados Unidos, puesto que el asunto transcendió a nivel internacional, intentaron averiguar el motivo que lo llevaba a tan espeluznante hábito alimentario.
Porque, de hecho, casi no se alimentaba de otra cosa. Si acaso, comía algo de verduras para que tanta proteína y grasas no alteraran su colesterol. Se cuidaba mucho.
A tal fin, se le practicaron un sin fin de estudios y análisis médicos, psiquiátricos y de todo tipo. Durante el año transcurrido hasta ahora, se han elaborado al menos una docena de teorías, a cuál más estrafalaria. Todas ellas han circulado no únicamente por las revistas especializadas de medicina, sino también por las del corazón, las sensacionalistas y, en general, de todo tipo.
Unos han dicho, con total convencimiento de causa, que lo hacía porque la madre, una ludópata compulsiva, lo había cuidado tan obsesivamente de pequeño que lo había dejado alienado y lo había dejado con unas ansias locas por apoderarse de la carne y el alma de aquellas féminas que, de alguna forma, le recordaban a su madre, muerta unos años antes.
Otros han afirmado que el motivo se tenía que buscar en el padre. Había sido un alcohólico que, finalmente, murió de una cirrosis hepática. Pegaba a Alberto cuantas veces le apetecía, y convirtió la casa en un infierno en el cual solo el amor desmesurado de la madre le permitía sobrevivir. El recuerdo de tantos maltratos, contrapuesto con una ternura materna desmesurada, se habría convertido con el tiempo en unos deseos brutales de matar y de vengarse de parte de la Humanidad… devorándola. No cuadraba bien por qué precisamente se alimentaba solo de mujeres y no, como tal vez habría sido más natural, de hombres o de cualquier persona en general, pero ya se sabe que los psiquiatras suelen hacer hipótesis y su ciencia mide imponderables y urde suposiciones, no cifras exactas como en las matemáticas.
Y así han sido, por un estilo, el resto de las teorías, todas ellas buscando razones en su infancia y en un desarrollo anormal e incluso monstruoso de su personalidad.
A mí no me han preguntado nada esos psiquiatras. También es cierto que me he negado rotundamente a aparecer en las revistas del corazón, y que nunca he concedido entrevistas a periodistas ávidos de noticias escandalosas. Yo, ¡la única superviviente de sus desmanes antropófagos!
Pero sé que solo hay una razón y que, todas ellas, las teorías de los psiquiatras, por mucha fama internacional que tengan sus autores, son una completa estupidez. Y es una razón muy sencilla, y tal vez esa sencillez obstaculiza muy seriamente que tan “eminentes” científicos se avengan a ella: que yo, y las otras víctimas, estamos tan buenas… que merecemos ser comidas.
Y a veces, del dicho al hecho, hay solo un pequeño paso que más de uno, si pudiera, confesaría que daría y que, ay, resulta que alguien tiene el valor al final, como es el caso, de hacerlo realmente.
Pero, en fin, todo esto pienso decírselo a un escritor serio, el que se ha interesado en mi historia. Quiere hacer primero un cuento y, quien sabe, según me ha dicho, igual escribirá también una novela. Según me dice, material hay de sobra para ello.
El problema sería que, de triunfar, con la consiguiente repercusión, y dado que en el mundo hay de todo, igual acaban saliéndole competidores a Alberto, que quieran igualarlo o incluso superarlo. Ahora que, mientras no me toque a mí de nuevo…
Por si acaso, y de por vida, si algún hombre tiene la ocurrencia de decirme que “me comería” procuraré huir de su lado tan rápidamente que creerá que yo he sido más una aparición fantasmagórica que una persona.
En cuanto a mis amigas, sobre todo las más guapas, ya las he advertido: mucho ojo con todos aquellos que dicen que “se las comerían”. Se lo digo por experiencia y por eso de que quién avisa no es traidor.
Por cierto, tengo que preguntarles si les ha dicho alguien recientemente que “se las comerían”.
Porque… Alberto se escapó hace cinco días de la prisión.