Aquel día, como era el cumpleaños de su hijo, Tommy, lo había preparado todo concienzudamente. La comida sería especial. Estaría basada en una receta nueva que le había dado su vecina Margaret. Ay, Margaret. Susan movió pensativamente la cabeza al recordar ese nombre. Estaba más que harta de esa mujer, porque era la más chismosa y entrometida que nunca había visto. ¡Y les había tocado, precisamente a ellos, de vecina! La sangre le subió a las mejillas cuando recordó el día que su hijo se fue a la guerra. Estaba llorando como una magdalena, con Jos, su marido, abrazándola por los hombros, que eran un zarandeo sincopado, cuando de repente levantó la vista y la vio. A Margaret, que les estaba espiando detrás de las cortinas de su casa. Sobre su bostezo se distinguían sus ojos, fríos, implacables, centrados en la escena del despido. ¡Qué le importaría a aquella mujer su dolor!
De aquello había pasado casi medio año, y después la mujer, que debió darse cuenta perfectamente que había sido “pillada in fraganti” en acción tan fea, y fuera por eso o por su carácter, el caso fue que se transformó en un tarro de miel. Un día tras otro se dedicaba a prodigarles a ella y a su marido todo tipo de atenciones. Cuando no acudía a su casa para ofrecer su ayuda para cualquier cosa, se apresuraba a atender las ocasionales visitas en el supuesto de que ellos no estuvieran. Así que, cada día, cuando volvían del trabajo tenían invariablemente alguna nota que les avisaba que había venido el revisor de la luz, o el del gas, o un repartidor cualquiera. Y si por un casual descuidaban regar las plantas del jardín, allí que tenían a Margaret regándolas en un santiamén. La vecina se había convertido en su portera gratuita, en su casera les gustara o no, en una invitada permanente. Por fuerza llegó un momento en el cual, por no saber cómo desembarazarse de ella después de cien intentos frustrados, se tuvieron que conformar con tantas atenciones porque no había manera de decirle que no o de evitarlas.
No fue nada extraño, pues, que sabiendo Margaret que ese sábado su hijo cumplía 22 años, se hubiera dispuesto de buena mañana a acudir a su casa. Nada más abrirle la puerta, ofreció de repente lo que presentó como “una de las mejores recetas de cocina para un cumpleaños”. Añadió con énfasis que era absolutamente casera y, por supuesto, antiquísima. En resumen, una receta original de su familia poco más que durante siglos, como si ella supiera el nombre de sus antepasados apenas 80 años atrás.
Susan la despidió a las primeras de cambio. Aplicaría la receta, puesto que no había habido otro remedio que comprometerse, pero la quería preparar ella a solas. Con todo, costó que Margaret se conformara con la simple entrega del folio. El tira y afloja llevó casi media hora, y en sus ojos vivarachos y algo saltones apareció rápidamente la sombra del recelo, pero Susan no estuvo dispuesta de ninguna forma a que la vecina participara en la elaboración de tan significativa comida. Aquel día era sagrado. El cumpleaños de Tommy les pertenecía en exclusiva a Jos y a ella. ¿Qué sabía Margaret de lo que ellos estaban pasando? Ella no tenía un hijo que se hubiera ido a la guerra. De hecho, ni siquiera tenía hijos, así que muy poco podía saber del sufrimiento que comportaba tal circunstancia, un sufrimiento que mordisqueaba las entrañas de forma imperceptible pero muy real al fin y al cabo.
Susan quiso abandonar esos turbios pensamientos dedicados a la vecina, así que miró por la ventana de la cocina. El perfil estilizado de Jos todavía no se veía ni de lejos. Susan sabía que lo que en esos momentos estaba haciendo su marido no era precisamente un simple paseo. Divisó el horizonte, concretamente la línea divisoria que delimitaba dos cerros. Una senda amarillenta marcaba un curioso contrapunto a las cálidas tonalidades que lo circundaban bajo un cielo claro y transparente. Por allí arriba era por donde él, vestido con chándal y zapatillas de deporte, solía volver a paso más o menos ligero cansado de haber recorrido cuatro o cinco kilómetros. Después, cuando entraba en casa sudando a veces a mares, y siempre rodeado por su propio olor y por el de la resina de los pinos, se metía deprisa corriendo en la ducha. No había fin de semana que no lo hiciera al menos un par de veces y, realmente, aquel ejercicio era mucho más agotador que un simple paseo.
Jos todavía no volvía, así que Susan suspiró. Dejó de mirar por la ventana y decantó la cabeza para concentrarse de nuevo en el trabajo. Los ingredientes de la receta y los enseres de cocina estaban dispuestos sobre la encimera como si de un desfile militar se tratara.
Un desfile… Tommy estuvo precioso el día que juró bandera, casi un año antes. Se lo dijo así, con esas palabras, y él, claro está, se ofendió. “¡Madre! –le gritó-. ¡No me digas precioso! ¡Eso se lo dices a una chica!”. Ella únicamente respondió con una sonrisa llena de amor.
Después de haberlo tenido a él, no habían tenido la hija que habían deseado. Toda la vida la habían deseado, sobre todo ella, pero la suerte no les había acompañado. No habían conseguido la pareja perfecta, un niño y una niña, cada uno representando dos mundos diferentes pero absolutamente complementarios y necesarios el uno para el otro.
Poco tiempo después de haber nacido Tommy, tuvo un embarazo. El ginecólogo le dijo que era de una niña. Desgraciadamente, acabó abortando por culpa de un lamentable accidente casero: se cayó por la escalerilla que accedía a la buhardilla cuando subía con la intención de coger una herramienta que ya ni recordaba cuál era, de tan innecesaria como debía de ser. Cosas que pasan, se dijo moviendo la cabeza, pero aquello fue una tragedia en toda regla. Aquel accidente impidió el nacimiento de la niña y, peor todavía, que pudiera tener más hijos. Susan solo lo pudo superar volcándose hacia su marido y su hijo. ¡Que tenía de extraño, pues, que le dijera que estaba precioso!
Apartó de nuevo los pensamientos a un lado. Los ingredientes estaban todos dispuestos para ser limpiados, cortados, desmenuzados y cocinados. Y solo con dar dos o tres pasos como máximo tenía a su alcance los utensilios necesarios: los cuchillos, las sartenes y cacerolas, los cucharones… Pero faltaba una cosa.
Depositó sobre la mesa el cuchillo que había cogido antes y se dirigió hacia la mesa del televisor de la cocina. Alargó un dedo para ponerlo en marcha y después volvió a la encimera con el mando a distancia. Lo había conectado por algún tipo de inspiración… ¿o de premonición? No lo podía afirmar a ciencia cierta, pero sí sabía que prácticamente no ponía nunca la tele cuando estaba cocinando. Y si aquel día era especial, razón de más para no ponerla. Así pues, ¿por qué se había sentido impulsada a hacerlo?
Torció el gesto. Desde que su hijo se había marchado hacía cosas a cuál más extraña. Como no poner casi nunca la tele. Tenía que reconocer que la ausencia del hijo había trastocado gran parte de su vida. Nada ya era igual desde el día que se había marchado. La soledad los había cubierto, tanto a ella como a Jos, de una pátina invisible, de una envoltura sobre la piel que los protegía del mundo exterior, pero al mismo tiempo los aislaba de ese mundo. Sus hábitos, imperceptiblemente pero gradualmente, habían cambiado. Susan se mordió los labios. Por lo que se veía, de forma irreversible.
Se dijo que tampoco tenía por qué concederle demasiada importancia a aquel detalle de la caja tonta. ¿Tan importante era tenerla encendida mientras estaba cocinando? Había que concentrarse en el trabajo, que eso sí que era importante. Además, ¿Y si la tele traía noticias de su hijo? Bah, se dijo, mala cosa era hacerse ilusiones. ¿Como iba a traer noticias de su hijo entre tantos miles de soldados que habían sido enviados a aquella guerra lejana? ¡Su hijo no tenía ni rango! ¡Era un simple soldado de tropa!
Susan dejó escapar el aliento con un repentino suspiro, y después cerró los ojos por un breve instante, como si en la oscuridad pudiera alejar los pensamientos que la distraían. Cuando los volvió a abrir cogió inmediatamente el cuchillo. Que en el televisor pusieran lo que quisieran, porque ella debía estar a la suya. Los mejillones. Los cogió y los limpió enérgicamente en el escurridero. Costaba limpiarlos. Hacía falta fuerza y habilidad porque, además, te podías cortar a la mínima puesto que el cuchillo solía engancharse con tanta pelusa enganchada al caparazón. Cuando Tommy la ayudaba, más de una vez le había reñido por no saber limpiarlos. Incluso en alguna ocasión le había quitado el cuchillo de la mano para hacerlo, ya que tenía mucha más maña que él. Los años no pasaban en balde, proporcionando arrugas y flacidez, pero también experiencia. Cuando le quitaba el cuchillo, él se limitaba a protestar tímidamente. A continuación, se iba más contento que unas pascuas porque había dejado atrás trabajo tan complicado y desagradecido. Susan movió la cabeza. ¿Lo hacía mal a propósito? Pero no, se dijo, Tommy era así desde siempre: mucha voluntad, pero si le dejaban irse no se hacía demasiado de rogar. Trabajador, lo que se decía trabajador, no lo era excesivamente, y ella lo tenía que reconocer mal que le pesara.
¿Haría igual en el ejército? ¿Lo reñirían sus oficiales si descuidaba el trabajo que le encomendaban? ¿Lo castigarían en un oscuro calabozo? Su hijo poseía una brizna innata de rebeldía, heredada, sin duda, del padre. ¿Le habría creado problemas? Pero no, se dijo moviendo bruscamente la cabeza. Él nunca había comentado nada sobre eso en las cartas que les había enviado, y Tommy era muy charlatán. Si le habían llamado la atención o castigado por cualquier falta le habría faltado tiempo para contarlo y para protestar sin cesar de las supuestas injusticias que habían cometido con él. ¡Si lo conocía!
Susan, satisfecha con el trabajo con los mejillones, los depositó en un bol de plástico. A continuación llenó una cazuela de agua y la depositó sobre uno de los fuegos de gas, que encendió. Un poco más adelante, cuando el agua estuviera en plena ebullición, añadiría unos pellizcos de sal, unas hojas limpias de laurel y, pasados unos segundos, los mejillones. Como mandaban los cánones. El calor los calentaría y los abriría. Momento de retirarlos. Seguro que estarían deliciosos.
Accionó el mando a distancia. ¿Encontraría un canal que transmitiera las noticias? ¿Las de la guerra? Si conseguía seleccionar un telediario, seguro que sí. Las guerras siempre eran motivos estelares en los telediarios. Los derramamientos de sangre, de otros, claro, eran de las noticias que más atraían a la gente.
Finalmente, después de unos instantes estériles y con el índice ya fatigado de tanto uso, se dio por vencida. En aquellas horas de la mañana no transmitían ningún boletín de noticias. Entre muchas otras nimiedades podía elegir un culebrón colombiano, unos consejos médicos dirigidos a ancianos, parados y amas de casa, o un telefilme tremebundo sobre una familia colmada de problemas de todo tipo a causa de un hijo que se drogaba con speed y otras drogas de diseño. La elección era complicada. Y horrible por donde mirara. Eligió el telefilme, y después dejó el mando sobre la mesa no sin haberle quitado algo de volumen.
Se dedicó a leer la receta. Pasó por alto las primeras instrucciones sobre los mejillones. ¿Se pensaría Margaret que en su vida había cocinado? Pero ahora debía quitar los caparazones y reservar las mollas en un cuenco aparte. Después hizo pasar a través de un colador toda el agua que había utilizado para hervir los moluscos. Cuando ya tenía limpia esa agua la echó a una cazuela que puso bajo el grifo; a continuación, le añadió una buena cantidad de agua.
Sin embargo, repensó lo hecho. ¿Era lo correcto? Se dijo inmediatamente que no. Reutilizar el agua de las almejas, sí, pero la de los mejillones ¿no estaría demasiado sucia a pesar del colador?
La echó toda.
Colocó luego el paellero sobre el fuego. Satisfecha con su potencia, sofrió en él el pescado y el marisco que había comprado su marido, salpicado con abundante sal, así como los condimentos necesarios: ajos, pimientos y tomate. En su momento también echó las especias necesarias, sobre todo el colorante, que lo suyo le había costado conseguirlo. Prácticamente no había en ningún sitio, ni tampoco paelleros, y por eso Margaret le había dado ambas cosas junto con la receta. Afortunadamente. Mientras tanto, de forma instintiva, como si fuera una urgencia, centró la vista en el televisor. Ahora estaban pasando algunos spots publicitarios. Poco después, cuando se disponía a empuñar de nuevo el cuchillo, sonó una musiquilla. Una musiquilla característica. Ya era hora. Empezaba el telediario. Dirigió la mirada hacia el televisor, pero inmediatamente cambió de idea. No merecía la pena concentrarse en las noticias. Era mucho más importante hacerlo en el trabajo. En aquella comida excepcional para un día excepcional. Al fin y al cabo, se dijo con una mirada ausente, ¿qué podían decir de nuevo? Susan estaba más que harta de los telediarios. De los desastres que se difundían cada vez que aquella caja diabólica empezaba a emitir los noticieros.
Un detalle insidioso, cruel, se coló entonces en su mente, como por casualidad: el ejército solía anunciar la muerte de un soldado con un telegrama enviado a los familiares. ¿Y si ella recibía algún día uno de esos telegramas macabros? ¡Santa Virgen Maria! ¡Que aquello no ocurriera! Porque, ¿qué pasaría si, de repente, veía cómo el cartero aparecía en la puerta con un telegrama en una mano y un bolígrafo en la otra para que le firmara el recibo? ¡Sería el fin! Pero no. Susan se pidió calma. ¿Tal vez había visto algún cartero trayendo un telegrama? Entonces, ¡había que volver al trabajo!
Una vez todo sofrito lo retiró, llenó el paellero con seis vasos de agua mineral y esperó a que empezara a hervir para echarle algún pellizco más de sal. La incipiente ebullición se convirtió en tsunami. Con el fuego al máximo, echó dentro el sofrito junto con el pescado y el marisco y esperó unos quince minutos. Pasados estos, era el momento adecuado para poner el arroz. Poco más de medio vaso, como indicaba aquella receta que, según la vecina, era familiar y muy vieja. ¿Se creería Margaret que ella era tonta? Susan sabía perfectamente que la dichosa receta explicaba cómo hacer una paella marinera. Al final, pues, se trataba de una receta de cocina española, que se podía encontrar en cualquier manual al uso.
Pero bien, se dijo que no había que pensar demasiado en el hecho, sino en la intención. Y en la intención de Margaret subyacía de forma evidente el deseo de agradar. Su vecina había sido amable, y eso era lo que contaba. Si la gente se esforzara en todo el mundo por ser amable quizás los telediarios no serían una sarta continua de noticias nefastas. ¿Qué estaban diciendo en esos momentos por la tele? La curiosidad la venció de nuevo. Más que curiosidad, ansiedad. Mal que le pesara, estaba ansiosa. Ansiosa por saber algo sobre su hijo. ¿Dónde estaría en aquellos momentos? ¡Por todos los santos si estaba en plena batalla!
Cuando unos meses antes lo había despedido le había puesto en el cuello una medalla de plata de la Virgen María. Susan sonrió. ¿Era ella una devota católica? ¿Una beata? Francamente, no. Tenía fe en Dios, claro estaba, y especialmente en la Virgen María, y a veces acudía a misa, pero de ahí a ser una beata había un trecho muy largo. Con todo, ¿qué mal le podía hacer a su hijo aquella medallita? En la guerra pasaban tantas cosas… El caso era que todas las noches, y también nada más despertarse por la mañana, le rezaba a la Virgen. Le pedía únicamente dos cosas: salud y protección para su hijo. Ella personalmente no le podía ayudar ni proteger, ¡qué más quisiera!, pero seguro que la Madre de Jesucristo sí que podría interceder por él. Solo le tenía que rezar lo suficiente.
Tocaba mientras tanto preparar la ensalada. Sacó un único tomate del frigorífico. No hacía falta más. Solo comerían su marido y ella porque Tommy no estaba. Estaba luchando en una guerra. Una guerra que algunos llamaban justa y otros injusta. Pero, ¿había alguna guerra justa? Bien, suponía que sí. ¿Era justo defenderse cuánto te atacaban? ¡Y tanto que sí! ¿Era lícito actuar a favor de los débiles? ¡Evidentemente! Era como luchar contra alguien que estuviera, por ejemplo, violando a una chica indefensa. ¿A alguien se le ocurriría abandonarla a su suerte? Solo a los malvados. Por lo mismo, si un país vivía subyugado por un dictador sanguinario, que violaba y torturaba a su propia gente, ¿debían ayudarlo otros países a librarse de él? Susan lo tenía claro: el pacifismo en aquellas circunstancias solo favorecía la impunidad del dictador y, en consecuencia, el sufrimiento de su pueblo.
Susan cortó el tomate y, como era natural, salió algo de su zumo rojo. El color de la sangre. En ese instante, como si ese zumo hubiera sido una cruel premonición, aparecieron escenas de la guerra en la pantalla del televisor. Un tanque disparaba y, en la lejanía, se veía cómo la bomba impactaba en el penúltimo piso de un edificio de varias alturas y le abría un boquete considerable.
¿Cuántos habrían muerto en aquel fatídico instante? ¿Cuántos morirían en aquella guerra? Susan no pudo evitar que le salieran unas lágrimas. Todos los muertos tenían madre, y padre, y hermanos, y amigos. Todos ellos sufrirían un dolor terrible en el momento de saber la muerte de su familiar y al saber, también, que no habían podido hacer absolutamente nada para evitarlo. ¿Cuándo acabaría aquella guerra? Por todos los santos, ¡qué fuera pronto! ¿Y cuándo volvería su hijo? ¡Deseaba tanto volver a verlo!
Susan removió mecánicamente el arroz. Porque se debía remover, ¿no? Tuvo sus dudas, pero lo removió igualmente. A continuación, mientras expulsaba de su mente las imágenes de destrucción, añadió los mejillones a la paella. Tenía que dejarlos cocer unos cuantos minutos junto con el arroz. ¿O tenía que haberlos echado antes con el resto del marisco y el sofrito? Entonces, en la pantalla apareció el Presidente de la Nación. No pudo evitar que un estremecimiento repentino le recorriera el cuerpo. Con la emoción, empujó con el codo uno de los calamares que había preparado como aperitivo de la comida, haciéndolo caer al suelo. Ni se molestó en contemplar estupefacta el estropicio. El Presidente estaba diciendo que la guerra había acabado. ¡Había acabado! Sacó un pañuelo porque su rostro se había convertido en unos pocos segundos en un valle de lágrimas. Le caían por las mejillas como hacía años que no le habían caído. ¡Por fin volvería Tommy a casa!
¡Susan! -se llamó la atención interiormente-. ¡El trabajo! ¡Mira que si el arroz se estropeaba cuando ya estaba gran parte del trabajo hecho! Pero a gusto se habría sentado porque, realmente, su corazón era como un tambor. Deseaba descansar, para recomponer las ideas, para hacerse la idea de que la guerra ya había terminado, de que todo había sido una pesadilla, y sobre todo, de que pronto podría abrazar a su hijo y olvidar los disgustos que aquella maldita guerra les había ocasionado.
Con todo, la receta tenía que llevarse también a su fin. Porque aquél era un día especial. El día del cumpleaños de su hijo Tommy. Estaría presente en el hogar familiar en su recuerdo, que era tan vívido que, de hecho, parecía como si lo tuviera allí mismo ante ella.
Susan sonrió. A menudo los deseos se acumulaban en su interior sin recibir nunca respuestas coherentes ni satisfactorias. Y no había que hacerse demasiado ilusiones. Hecha la paella, la cogió por el mango y la sacó del fuego. La depositó sobre una madera plana y redonda preparada al efecto, y tal como mandaba la receta de la vecina la cubrió con un periódico. ¿Estaría bien eso de cubrirla con un periódico? ¿No se caería al arroz la tinta de las letras o, peor aún, la de sus fotografías? Su pensamiento estaba preocupado en esa cuestión, a simple vista intrascendente, cuando apareció un general en la pantalla. Su cabeza de plata brillaba de forma un tanto siniestra a la luz de los focos, y sus ojos eran achinados, pero transmitían firmeza. Susan sabía que era el general en jefe de las fuerzas de combate. Se olvidó instantáneamente del arroz y escuchó con suma atención lo que decía.
El general de cabeza de plata informó, con voz y ademán sumamente graves, que apenas unas horas antes habían muerto una docena de soldados. Añadió que el trágico incidente había ocurrido cuando el vehículo en el que viajaban había pisado una mina terrestre. Susan se frotó los ojos con incredulidad. Pero ¿no acababa de decir el Presidente de la nación que la guerra había acabado? ¿Cómo era que venía ahora el militar aquél diciendo como si nada que acababan de morir doce soldados? ¿Cómo podía ser posible tanta insensatez? Sintió ansias de gritar: “¡La guerra ha acabado! ¡Ya no es posible que muera más gente!”. Pero de su boca no salió ninguna palabra. Sacudió los hombros. Bah, se dijo, mejor no hacerle caso a ese generalote resabiado. En resumidas cuentas, le constaba que al frente de batalla habían sido enviados más de 200.000 soldados. ¡No le iba a tocar aquel infortunio precisamente a su Tommy!
Susan levantó el periódico de la paella y le echó un vistazo. Se acercó a un palmo de distancia y la olió. Hummm… ¡deliciosa! En verdad, le había salido bastante buena. Siempre había sido una excelente cocinera, o al menos eso le había dicho en muchas ocasiones su marido, y ella no creía que la engañara. Entonces cayó en la cuenta: ¿y Jos? ¿Cómo era que todavía no había llegado? Escudriñó maquinalmente el horizonte por la ventana. Su hombre venía senda hacia abajo, todo sudoroso y desgarbado. Jos había cumplido recientemente los 60 años, así que no era de extrañar su pose. Lo que le extrañaba era que todavía pudiera hacer dos carreras semanales y a un paso tan rápido. Pero Jos siempre había sido un hombre fuerte y recio. Como Tommy, que era el vivo retrato de su padre: con reconfortantes espaldas cuadradas, pecho poderoso, alto y de piernas algo finas pero potentes, y sobre todo, con el mismo carácter noble, incapaz de cometer maldades.
De repente, sonó el timbre de la puerta. Si no era su marido, ¿quién podía ser? ¿Margaret? Seguro que se trataba de ella, que venía a curiosear cómo le había salido el arroz. Sin pensarlo, se limpió las manos en el delantal y se dirigió a la puerta de la casa. La vecina se quedaría contenta, ¡vaya que sí! Ahora que, no le diría que ella sabía perfectamente que de receta antigua, familiar y bla, bla, bla, nada de nada. Sabría mostrarse agradecida y punto. Cortesía de vecinos. Pero por supuesto, si se pensaba que la iba a invitar lo tenía claro. Aquella era la celebración del cumpleaños de Tommy. ¡Un cumpleaños sagrado!
Susan, displicentemente, en un acto rutinario mil veces llevado a cabo, abrió la puerta. Pero el rostro que apareció detrás del marco no se correspondía al de Margaret. De hecho… era el del cartero. ¡El cartero! La exclamación le cayó de repente, como si fuera una pesada piedra, como si aquella evidencia se hubiera convertido de repente en una especie de losa negra y oscura que cubriera su corazón e impidiera que la sangre fluyera por sus venas. Y entonces el funcionario estiró una mano con un gesto triste, con un ademán de circunstancias, con un no sé qué en su mirada apagada, distante. Y ella no quería ver aquello que el cartero le daba sin mirarla a los ojos, pero lo tuvo que coger. Y cuando lo hizo el pulso de las manos, de todo su cuerpo, temblaba imperceptiblemente, el color de la cara le había desaparecido y, cuando al fin contempló el sobre que ese hombre le estaba ofreciendo con cara de funeral, una sacudida repentina le traspasó el corazón y a continuación cayó al suelo, desmayada.
No había podido soportar la evidencia. Aquello que el cartero le daba con sus manos como garfios era un telegrama del ejército. Un telegrama que, sin duda, anunciaba la muerte de su hijo.
¡Su muerte!
Susan oyó una voz. Una voz mortecina, lejana, como si procediera del más allá. Se trataba de una voz conocida, con un tono y timbre que le sonaban poderosamente, pero no podía identificar su procedencia, su identidad. Estaba todo tan oscuro… Poco a poco fue brillando una luz blanca que empezó a iluminar los contornos. Pasados unos segundos y gracias a esa luz, ahora que ya resplandecía todo porque era como si acabara justo de hacerse de día, se dio cuenta de que la voz procedía del rostro de Jos, su marido.
En ese instante, Susan, de golpe, recordó. Entonces, y de forma incontrolada, se abrazó a él mientras ahogaba un chillido que pugnaba por salirle del alma. Sacudió los hombros y lloró desconsoladamente sobre el pecho de Jos, con las mejillas encendidas de forma alarmante y el corazón desbocado. ¡Su hijo Tommy había muerto! Oh, ¿de qué habían servido todos los rezos a la Virgen María? ¿Dónde había ido a parar tanto amor? ¿Tantos ruegos? ¿Al vacío más terrible? ¿Así le pagaba la Virgen tanta devoción? Y había ocurrido precisamente aquel día, cuando estaba preparando con tanto cariño aquella comida. Sin duda, ¡aquella receta maldita tenía la culpa! Y por supuesto, ¡su vecina! ¡Un diablo! Eso era, ¡un diablo!
Entonces, para su sorpresa, se dio cuenta de que su marido intentaba separarse de ella. ¿Cómo podía ser eso? ¿Por qué no la consolaba? ¿Por qué era todo tan extraño? Pero la voz de él continuaba golpeándole los sentidos como un tambor estridente. Ahora que ya los había recuperado casi del todo la voz de Jos iba entrando dentro de ella, y ella iba percibiendo su fuerza vital y comprobando las razones que hasta ese instante la enorme emoción que la dominaba le había impedido captar.
Su marido, con sus ojos más luminosos que nunca, le estaba diciendo, con una voz que subía y bajaba cómo si circulara sobre un rápido tobogán, que no era Tommy quien había muerto. ¿No era Tommy? Pero cómo… ¿Y el telegrama? ¿Tal vez Jos no lo había leído? Susan chilló de repente: ¡el telegrama! Y su alarido se repitió en un eco singular por las paredes de la sala. Al mismo tiempo dirigió la vista por todas partes, en un intento desesperado de encontrarlo, porque, ¿cómo era posible que Jos no lo tuviera en la mano? ¿Se le había caído? ¿Se lo estaba escondiendo para no acrecentar aún más la tragedia que estaba viviendo? ¿Qué demonios pretendía su marido? ¡Pero no la engañaría!
La respuesta de Jos fue increíble, inaudita: sonrió. Y no se trataba de una sonrisa forzada. Era una sonrisa de amor, de comprensión, una sonrisa llena del afecto que siempre le había mostrado durante los más de treinta años de matrimonio. “Susan… Susan… –le susurró con voz cálida, como si arrastrara pétalos de flores a cada sílaba, a cada golpe de voz-, ¡te has precipitado!”
“¿Cómo…? ¿Qué quieres decir?” –acertó ella a expresar con un tono seco, exento de inflexiones. Y su marido continuó diciendo, con la voz llena de confianza y sosteniéndole la mirada: “Este telegrama, mira… -y lo sacó de un bolsillo y se lo mostró alegremente, como si mostrara un juguete a un niño-, la noticia que trae es que nuestro hijo ha sido licenciado del ejército”.
Otra sacudida inesperada convulsionó el pecho de Susan. Pero esta vez no era trágica. Sus palabras fueron como un chispazo de esperanza: “Dices… ¿Dices que Tommy no ha muerto?”
La sonrisa de Jos, una sonrisa que no engañaba, que le llegaba de oreja a oreja, lo decía todo mientras una gota de sudor le caía del frente: “¡Y tanto que no! Susan, te lo repetiré: el telegrama informa que Tommy ha sido licenciado. ¡Se encuentra sano y salvo! ¡Y pronto lo tendremos entre nosotros! De hecho, es posible que llegue hoy mismo, porque el telegrama nos informa que fue anteayer el día de su licenciatura.”
Pero Susan ya no oyó las últimas palabras. Había doblado la cabeza y cerrado los ojos. Se acababa de desmayar de nuevo.
Poco más tarde, las brumas que cubrían su visión fueron desapareciendo gradualmente. Despacio, la luz apareció en sus ojos, y los contornos de las cosas y las personas que la rodeaban fueron haciéndose cada vez más visibles, más tangibles. En su mente se atropelló entonces una pregunta: “¿había dicho personas?”. ¡Personas! ¡Eran dos personas las que la estaban contemplando como si ella fuera una curiosidad de circo! Y eran, eran… ¡Jos y Tommy! ¡Tommy! ¡Tommy! Era Tommy, con su cara redonda como un caramelo, con sus ojos de cejas espesas sobre una nariz ligeramente aguileña, herencia de la abuela, con su sonrisa de niño travieso. Susan se incorporó repentinamente para abrazarlo. Sus pupilas se habían ablandado, y lloró, lloró tanto que sus lágrimas se convirtieron en un río, un río de felicidad, y finalmente, también Tommy y Jos, contagiados de tanta emoción, de tanto amor, acabaron llorando.
Detrás de ellos, Margaret, la vecina, con su inconfundible aroma de lavanda, engalanada con un delicado vestido de domingo, lucido para la ocasión, también lloró porque no iba a ser menos. Y Margaret estaba diciéndose con una expresión de bondad total en su rostro que nunca, bajo ninguna circunstancia, volvería a espiar a sus vecinos, porque aquella casa desprendía tanto amor que no hacían falta envidias ni espionajes, sino afecto y comprensión.
Una media hora más tarde todos ellos estaban sentados a la mesa, y también Margaret había sido invitada, porque ella, la artífice de la receta, les había proporcionado aquel día toda la suerte del mundo.
Después de aquella celebración, y durante muchos años, de hecho durante toda la vida de ellos, aquella receta estaría presente en todos los cumpleaños de Tommy. Y siempre, sentada a la mesa, Margaret, sonriente y feliz, compartiría la felicidad de aquella familia que la guerra, la maldita guerra, no había conseguido desunir.
Eso sí, nunca volverían a recibir un telegrama precisamente aquel día, porque el cartero estaba advertido: que no viniera, porque no querían sorpresas. Pero de todos modos, Susan tendría siempre el firme propósito de que, si a pesar de las advertencias lo recibían, no se desmayaría solo verlo.