¿Habéis sentido alguna vez el miedo más terrible de todos? ¿El del auténtico, el único, el inefable PÁNICO CERVAL en mayúsculas? ¿Ese miedo arrollador que estremece todas y cada una de las fibras de vuestro cuerpo porque en ese fatídico instante intuís con total certeza que la muerte, una muerte horrible, inevitable, os llegará inmediatamente y nada podréis hacer para evitarla?
Yo sí que lo sentí, y fue tan profunda y absoluta esa sensación que hoy todavía no me abandona y me domina de forma abrumadora, dejando mustio y apagado mi espíritu, como si fuera la piel de un cuerpo que se ha tensado excesivamente por la abundancia de grasa y ya no puede volver a ser como era antes.
Todo empezó una noche de hace mucho tiempo. Tanto tiempo, que ya ni recuerdo qué noche era ni a qué día en concreto se oponía.
En medio de esa noche fatídica, rompí de repente mi voz con un gemido ahogado, a la vez que me despertaba de una conmoción en el asiento de mi coche. Supe que me había despertado de una conmoción porque no podía ser de otro modo: el coche estaba volcado sobre la carretera, y yo yacía de mala manera, inclinado sobre el lado derecho y con el volante aprisionándome parte del pecho. El volante estaba curiosamente combado, como si se hubiera enfrentado a una terrible fuerza que le hubiera hecho perder su forma y rigidez. Las piernas también las notaba aprisionadas -aunque no con tanta presión como el pecho-, entre la puerta y la parte inferior del volante.
Por último, como si no hubiera suficientes indicios de que acababa de recuperar el sentido, perdido después de un aparatoso accidente, noté que la sangre corría por mi frente cuando, casi sin darme cuenta, en ese gesto mecánico que se hace cuando uno nota una extraña sensación de humedad resbalando por su piel, me pasé una mano nerviosa. Cuando la bajé y vi lo que había, solté un grito: ¡estaba empapada de sangre!
Angustiado, me palpé la parte libre del pecho, los brazos, todo aquello que no tenía aprisionado por la chapa. No noté nada especial. Conozco el lacerante dolor que se siente cuando se te rompe algún hueso, y yo no sentía ese dolor ni ningún otro dolor salvo el que me llegaba de las piernas, del pecho aprisionado y de la frente. Se diría que tenía demasiadas partes doloridas, pero al fin y al cabo esos dolores no eran nada del otro jueves, así que había que suponer que no me había ocurrido nada grave.
En el asiento a mi lado yacía Pep El Rata. Un hombrecillo a quien me unían las circunstancias de la vida, pasadas y presentes. Su nombre siempre lo solíamos pronunciar todo junto: Pepelrata, y él nos contestaba con una mirada que no sabías muy bien si te estaba mirando a ti o vete a saber a quién miraba o hacia dónde dirigía sus ojos… evidentemente de rata. Solíamos decir que sus ojos, pequeños y hundidos en unas cuencas tan diminutas como su cara, eran unos ojos danzarines, puesto que no paraban ni por casualidad de moverse. Otro detalle de él es que siempre estaba sonriendo sardónicamente, haciendo muecas curiosas con los rasgos de la cara que parecían querer decir: “Soy terrible, no os fiéis de mí”. Estaba claro que ese mensaje sibilino lo tomábamos, todos sus colegas, al pie de la letra y no nos fiábamos de él un pelo.
Por otro lado, y parece una tontería decirlo, no nos fiábamos un pelo los unos de los otros. La traición más vil, las puñaladas en la espalda incluso por cuatro euros, eran entre nosotros el pan de cada día.
Pero ahora los ojos de Pepelrata ya no bailaban, y en vez de ser pequeños estaban escalofriantemente dilatados. Y tampoco su boca de finos labios exhibía una sonrisa sardónica. Para su desgracia, sus ojos ya no bailarían nunca más ni su boca esbozaría jamás una sonrisa sardónica ni, de hecho, de ningún tipo. Pepelrata era un cadáver en toda regla, con los miembros tiesos y crispados, con la faz lívida como la cera, y sin el más mínimo aliento de vida que lo impulsara a cometer alguna de las canalladas a las que nos tenía acostumbrados.
Pero, me dije, tampoco era como para sentir lástima por él o para pergeñar un rezo por su alma de pecador impenitente. Solo faltaría eso.
2
Estaba claro que, de inmediato, tenía que intentar salir de allí fuera como fuese. Aquello, y no otra cosa, era lo que me urgía. Máxime cuando en los asientos de atrás chispeaba una inquietante llama y, por instantes, crecía en cantidad e intensidad. Si no me escapaba pronto de allí el coche se incendiaría de un momento a otro, y el fuego –o alguna explosión- me atraparía irremediablemente.
No creo que le atraiga a nadie morir achicharrado como un pollo a l’ast. Tiene que ser una muerte de las más horribles que puedan existir.
Las sirenas de los coches de bomberos sonaban con ahínco cuando, finalmente, pude salir. No fue tarea fácil, pero soy un hombre joven y relativamente fuerte. Una vida dedicada al deporte –correr como un velocista con los policías detrás- me ha dotado de unos músculos suficientemente fuertes como para deshacerme de la presión que el volante y la puerta del coche ejercían sobre mi pecho y, sobre todo, las piernas. Al final, tampoco era una presión excesiva.
Aun así, si la llama en cuestión me hubiera puesto muy nervioso me habría costado salir, e incluso podría haberme hecho fracasar en la tentativa. En ese caso, habría acabado muerto. Pero la llama no era al principio tan grande como para hacerme perder los estribos, y el deporte también me había dotado de la suficiente sangre fría como para no dejarme dominar por los nervios.
El caso fue que en apenas un minuto ya había conseguido salir del coche. Entonces, me di cuenta que un coche de bomberos se acercaba velozmente por el principio de la avenida. Aun así, yo ya había decidido no esperarlo.
No es que pensara que no necesitaba ayuda. Posiblemente la necesitaba. El dolor que inicialmente sentía en el pecho y en las piernas se me había encomendado a casi todo el cuerpo. Aun así, y como he dicho antes, no era nada del otro jueves, así que mejor no pensar en ningún intruso que, con la excusa de ayudarme, me ofuscaría con preguntas insidiosas.
Con todo, la sangre corría con fluidez por la frente. El ojal que me había hecho en la cabeza era de cierta consideración, pero nada que El Sanota no me lo pudiera arreglar con unos pocos puntos caseros.
En resumidas cuentas, pues, me enjugué la frente con un pañuelo, me arreglé mal que bien el traje desmadejado que se me había quedado de resultas del accidente y me fui a toda prisa del lugar. Mejor que no me vieran los policías que venían detrás de los bomberos, en un coche que no paraba de hacer sonar la sirena.
No podía quedarme. Primero, porque nunca me han gustado los policías. No únicamente porque son mis enemigos naturales, sino también por una causa digamos que estética: los uniformes en general, y en especial los de los policías, siempre me han dado tirria. La gente de uniforme parecen estafermos rígidos y sin personalidad. Creen que los uniformes les proporciona “personalidad” cuando, en realidad les quita la escasa que tenían al nacer. No saben hacer otra cosa que obedecer órdenes como autómatas, y los autómatas, evidentemente, tienen de todo menos personalidad propia.
En segundo lugar, porque mi coche era robado. Un magnífico Audi 3 a gas-oil, de 150 caballos. Una maravillosa máquina de correr. Por cierto, hoy en día todavía no lo comprendo. ¿Cómo fue posible que, con la estabilidad de que goza ese coche, me fuera a estrellar? Claro que, a quién se le ocurre circular a 150 kilómetros por hora por la avenida de una ciudad a las tres de la madrugada.
A mí.
El caso fue que un taxi se atravesó en mi camino. El no querer embestirlo, no por lo que le pasara al taxista, sino a mi integridad física, fue la causa de que no controlara el coche y pasara lo que pasó.
3
Cuando llegué a un punto determinado de la ancha Avenida de la Constitución, a unos ciento metros del lugar del accidente, y antes de que este desapareciera de mi vista, me giré, lleno de curiosidad.
Los bomberos ya estaban haciendo su trabajo. Probablemente habían comprobado, para su sorpresa, que en el asiento del conductor del coche no había nadie. Como se estaba incendiando, habían empezado a arrojarle el líquido que salía por una larga manguera que habían empotrado en una boca contra incendios. Ésta se encontraba, afortunadamente para ellos, muy cerca.
Al mismo tiempo, los policías, con sus uniformes tan resplandecientes en la oscuridad como los de los bomberos, pululaban alrededor del coche accidentado como abejas al lado de una colmena. Me reí. Seguramente, se estarían preguntando qué diablos había pasado con el conductor del vehículo. La cara que harían sería la típica de los moscardones; por otro lado, la que siempre suelen hacer.
Con todo, cuál sería mi sorpresa cuando creí observar que algo se movía dentro del coche justo en el momento en el que, a pesar del líquido contra incendios de los bomberos, empezaba a incendiarse como una bonita hoguera de las Fiestas de San Juan.
Me pareció que eran unos brazos. Unos brazos absolutamente desesperados, que pugnaban por escapar del fuego que ya había empezado a devorarlos.
¡Pero aquello era imposible! Un poco atónito, me froté los ojos. Yo, evidentemente, no estaba dentro, ¡y Pepelrata estaba muerto!
¿O Pepelrata no había muerto? En ese caso, prefería no pensar en lo que le estaba ocurriendo. A él, que siempre le había dado mucho miedo el fuego. Nunca se acercaba a una estufa de leña por la obsesión de quemarse, y ni fumaba, porque no quería saber nada ni siquiera del minúsculo incendio que se propagaba a medio palmo de su cara. De pequeño había visto como su madre moría en el terrible incendio de su casa después de que el padre, borracho como un barril y profundamente resentido con la mujer, a la que acusaba de sus incontables desdichas, le pegara fuego con todos dentro. Pepelrata había podido huir sano y salvo, pero la imagen de su madre quemándose mientras su padre reía histéricamente y celebraba la singular proeza bailando como un loco lo acompañaría toda la vida.
Bien, me dije, ¿el pijo de Pepelrata quemándose? Imposible: yo lo había visto muerto y bien muerto. Evidentemente, la conmoción producida por el accidente todavía me duraba y me hacía tener alucinaciones. No era la primera vez que había sufrido desmayos, y sabía perfectamente qué estados de alteración mental son capaces de producir si son bastante fuertes o han sido producidos por las drogas o por un accidente.
Esos brazos moviéndose en el fuego no eran, pues, sino un mero producto de mi imaginación. Aligerada mi conciencia con ese pensamiento reconfortante -aunque, la verdad, no me habría importado mucho saber que Pepelrata se estaba quemando vivo vilmente-, aparté la vista del accidente.
Yo ya no hacía nada allí, y no quería de ninguna de las maneras que los bomberos o la puñetera pasma giraron la vista hacia donde me encontraba y se preguntaran, con su curiosidad innata de malparidos, si yo tenía algo que ver. Por lo tanto, giré definitivamente por la esquina y me perdí en la ciudad en medio de la oscuridad de la noche.
4
Bien, de oscuridad precisamente, había para ir y vender. De hecho, aquella noche era increíblemente oscura, sorprendentemente oscura.
No es que las farolas estuvieran apagadas, pero aparecían mortecinas, como si algún gracioso les hubiera colocado encima una tela viscosa e invisible que menguara de forma misteriosa su luminosidad.
Lancé una ojeada nerviosa a mi reloj de pulsera. El cristal se había roto, pero a pesar de esto las manecitas de los minutos y de la hora indicaban que eran cerca de las cuatro. La manecita de los segundos seguía funcionando, imperturbable a los maltratos: tic, tac, tic, tac… Un buen reloj, un Viceroy de al menos 600 €. Se lo había robado en el Metro a un yuppie de corbata adornada con Mikey Mouse y con zapatillas Nike escrupulosamente blancas. La aglomeración de gente que pululaba por allí me vino bien para hacerme, de paso, con un par de carteras repletas de dinero. El caso era que el cristal roto se podía arreglar en cualquier relojería así que, en buena lógica, disponía de reloj para mucho de tiempo.
De hecho, demasiado tiempo.
Conforme me alejaba cansinamente, oí el maullido de un gato. Sonaba desesperado, abatido. Pobre gato. El suyo era un grito rasgado, el lamento de un desventurado nada acostumbrado a tener hambre de hembra o más bien a sufrir los golpes de algún amo violento.
Entonces recordé que, muy a menudo, se compara el maullido triste de un gato a los chillidos de un bebé. Fuera como fuese, gato desventurado o bebé chillando como un poseso por tener la panza como una olla a presión, el hecho es que aquel maullido rasgaba el alma del más valiente y llenaba la noche de tristeza.
Pero no únicamente aquel rasgado maullido llenaba la noche de tristeza. Estaban también las luces mortecinas y vacilantes que estaba viendo por todas las calles. Resultaba cada vez más evidente para mí que aquel detalle de las luces tan pálidas no ocurría únicamente en la avenida próxima a la del accidente. Conforme me adentraba en la ciudad, cualquier calle, estrecha o ancha, larga o corta, limpia o sucia, ostentaba unas farolas increíblemente medio apagadas.
¿Era aquella una noche declarada especial por las autoridades? ¿Había algún motivo que hubiera impulsado a los responsables del Ayuntamiento a dejar todas las farolas de la ciudad a media potencia? ¿O se les había acudido de repente la manía del ahorro de electricidad?
Razoné intentando aportar la luz que no brillaba en las calles, y llegué pronto a la conclusión de que no me constaba que hubiera algún tipo de crisis económica que impulsara a los gobernantes locales al ahorro más feroz. Ni había ninguna guerra desestabilizadora a la vista, ni a la OPEP le había dado recientemente para subir de forma escandalosa los precios del petróleo. Ya lo habían hecho en ocasiones anteriores, provocando la convulsión de las economías mundiales, pero ahora no era el caso y no podía equivocarme en esa apreciación. Yo soy un hombre que procura estar siempre muy informado. La información resulta vital en muchas profesiones y en especial en algunas, como la mía.
Asaltar a alguien o matarlo, francamente, son tareas placenteras, pero si antes del delito, gracias a una puntual y detallada información sé que la víctima está forrada de dinero, todavía es más placentero.
Además, esas cosas de cortar drásticamente el uso de la electricidad se avisaban en los periódicos y en las radios con días de antelación. Ahora bien, yo no sabía de ningún aviso público al respeto.
Levanté la vista hacia el cielo. Curiosamente, también estaba muy oscuro. Es más, no había duda: estaba oscurísimo como la garganta de un lobo, como la más negra de las cavernas, como la cara de aquella senegalesa que tuve el placer de cortar de diez maneras distintas con mi navaja.
Pero aquello, pensándolo bien, no podía ser. Cierto que, en medio de la ciudad, apenas se distinguían contados astros: Venus, Marte, Júpiter y, evidentemente, la Luna si era llena o se encontraba en algún cuarto. La contaminación lumínica de la que yo había oído hablar en alguna ocasión hacía resplandecer el cielo, y la luz resultante obstaculizaba la visión de casi todas las estrellas, y no digamos de la Vía Láctea. Ésta, como tenía entendido, si se no subía a la cumbre de una montaña, no se veía ni de casualidad. Aun así, aquella noche no se divisaba ni siquiera la Luna, cuando yo recordaba que el día anterior era llena y se podía contemplar radiante desde cualquier posición. Paso, pues, que no se viera Júpiter, que a esas horas debería de estar resplandeciente en el cielo y que, tal vez, alguna nube tapaba, ¡pero era imposible no encontrar la Luna!
Resultaba evidente, pues, que no había nada que oscureciera el cielo. Se podía distinguir con facilidad que no había nubes que lo taparan. La oscuridad más absoluta, más opaca, pues, sin más. Sin razón de ser. Aquel detalle misterioso inquietaba todavía más mi ánimo, el cual, desde el accidente, ya había quedado bastante malogrado y desorientado.
Realmente, y pensándolo bien, era una lástima que todo ello fuera inquietante. En otras circunstancias todo aquello me habría fascinado e intrigado enormemente, porque soy un hombre muy curioso por naturaleza y ansioso de conocimientos, sobre todo los relacionados con mi profesión. Aun así, yo no estaba de ánimos para ponerme a averiguar misterios de la Naturaleza y sí para preocuparme, y mucho, por mi futuro inmediato.
El cual lo veía tan lúgubre como la inmensa negrura que se levantaba encima de mi cabeza estupefacta.
5
Seguí andando a la vez que, en un tímido pero inevitablemente frustrado intento de alegrarme, canturreaba con un hilo de voz una tonadilla de moda. Frustrado porque el tono general me salía patético, y el timbre más bien penoso. La canción, en definitiva, acontecía grotesca y grosera.
Entonces, en el cruce de las calles San Tomás y San Marco, fue cuando lo vi, o mejor sería decir cuando topé frente a frente con él.
De nuevo, mi sorpresa fue mayúscula. La más mayúscula de todas -hasta el momento, está claro-, y eso que aquella noche no ganaba para sustos y sorpresas. No podía ser cierto aquello que los nervios ópticos de mis ojos estaban transmitiendo a mi cerebro. A menos que, y esa era sin duda la respuesta, ocurriera simplemente que aquel hombre que yo estaba viendo era otro. Muy parecido, incluso me atrevería a decir que demasiado parecido, pero otro hombre.
Porque el individuo que caminaba con lentitud por la acera de enfrente era tremendamente parecido a un mendigo que había atropellado una semana antes, y que… había matado.
Matado sin remisión. Enviado al otro barrio sin ningún tipo de dudas. El parachoques del Mercedes CDI 270 robado que yo conducía por las avenidas de la ciudad le había destrozado la cabeza. ¿Cómo se le podía haber ocurrido a aquel idiota atravesar la calle sin mirar si yo venía? Claro que, la velocidad a la que había lanzado aquella máquina perfecta era de unos 160 kilómetros por hora. Hay que añadir que la avenida estaba prácticamente desierta, y a mí me encanta correr y desafiar el peligro mientras sorteo coches y peatones despavoridos.
En fin, cosas de la vida. Cómo solía decir Pepelrata haciendo cara de filósofo, no somos nada. El caso fue que cuando después de eso hice bajar del coche a la fulana de labios gruesos y rojos como un tomate que iba en el asiento del copiloto, vomitó la cena de aquella noche, y si me apuran, creo que la de las cuatro noches anteriores. Era demasiado delicada, aquella lerda de labios acostumbrados a hacer más cosas que simplemente comer, y que lucía en el cuello un pañuelo de piel erizado, por más señas, de feo vello. Porque al fin y al cabo, mira por dónde, solo se trataba del cerebro de un infeliz, abierto como una granada y con su masa encefálica esparcida en una radio de unos diez metros alrededor. ¡Vomitar por eso!
No obstante, su cara, milagrosamente, había sido respetada por el golpe. Y ahora, aquella cara que andaba acompasadamente a unos pocos pasos de mí… era exactamente la misma.
¡La misma nariz puntiaguda y lleno de granos! ¡Los mismos ojos pequeños hundidos en cuencas macilentas! ¡Los mismos pómulos enjutos! ¡La misma expresión bendita y derrotada!
En cuanto al cuerpo, también era idéntico. ¡Increíblemente idéntico! La misma joroba ridícula, de camello esmirriado. Las mismas piernas dobladas como un acordeón, y que resultaban tan inconfundibles como las de un vaquero del Far West. E incluso llevaba la misma ropa, harapienta, decolorada y sucia como un palo de gallinero.
¡Que me cortaran el cuello si aquello podía ser posible!
Probablemente todo era un mal trago que la conmoción del accidente me estaba produciendo, y que me seguía provocando alucinaciones. Si era así, aquello ya estaba durando demasiado. Que los efectos de un desmayo duraran tanto era una cosa que preocupaba al más pintado, porque tal vez podía ser el síntoma de que alguna extraña enfermedad se estaba incubando en mi interior.
¡Como para redondearlo todo!
El caso era que me urgía tragarme un café, algo que calentara mi vientre encogido como una pasa y me espabilara o, al paso que iba, acabaría más loco que una regadera.
Claro que, pensándolo bien, me dije frunciendo el ceño en un gesto de indignación, aquel mendigo podía ser un hermano gemelo del muerto. Cosas más raras se veían en el mundo. Mi colega El Bala, que seguro que estaría en el Averno después de morir de mala manera, cuando unos policías lo pusieron como diana de un par de certeros disparos de pistola en pleno trabajo de robar un banco un día de carnaval -después de confundirlos con un grupo de disfrazados-, me lo decía a menudo: la realidad es siempre cambiante, porque nuestra forma de ver las cosas es también siempre cambiante y nos hace ver cosas que ya no existen y realidades que nos engañan. En definitiva, y no porque simplemente lo dijera El Bala, muy a menudo es mejor no fiarse de los sentidos.
¡Si sabría él de la fragilidad de los sentidos humanos! ¡Mira que confundir unas policías con unos disfrazados de Carnaval! En mi profesión, una confusión de tal calibre solo puede llevar a consecuencias digamos que dramáticas.
Algo más calmado gracias a aquella idea tranquilizadora, me alejé de aquel desgraciado. Iba decidido a encontrar algún lugar donde tomar un café muy cargado, acompañado, claro está, de algún pastel dulce y crujiente que me alegrara la noche.
Pero no había ningún bar o cafetería abierta.
Una aclaración necesaria antes de proseguir la narración: a mí siempre me ha gustado la noche. Desde muy pequeño he pertenecido por la noche. La noche siempre me ha poseído como el diablo posee el mal. Me paso casi todo el día durmiendo a pierna suelta y es por la noche cuando siento mi sangre correr fluidamente, con alegría y vitalidad, por mis venas. Me hace rejuvenecer, sentirme un chaval enérgico y dispuesto a todo. La noche, cuanto más sombría y hostil mejor, siempre ha sido el escenario de las acciones más notables que he cometido en mi vida: los robos la perfección de los cuales podría estudiarse en manuales universitarios si algún día me viniera la obsesión de pasarlos a unas hojas y publicarlos, los crímenes más execrables y sangrientos, las violaciones más horribles con el placer añadido de oír los alaridos agónicos de las víctimas mientras las cometo.
Definitivamente, la noche siempre me ha protegido con su manto oscuro y a menudo tenebroso, y me ha otorgado de buen grado, a mí, uno de sus hijos predilectos, la impunidad y la seguridad que he necesitado para cometer mis delitos.
Pero aquella noche no me estaba gustando lo más mínimo. No era la noche que, desde siempre, me había mecido como la cuna que mece a un bebé. Era una noche demasiada extraña, que llevaba el camino inexorable de ser tétrica, incluso espantosa.
¿Se había vuelto la noche contra mí después de tantos años de fraternidad y complicidad?
Estaba siendo tan tétrica y extraña que ni siquiera había un bar abierto en ningún lugar. Después de contemplar con expresión boquiabierta, porque no podía creer lo que veía, la puerta cerrada de un “Café 24 Horas”, me acerqué a otros bares de los alrededores. Sabía que nunca cerraban todos por la noche. No obstante, estaban cerrados a cal y canto como si fueran cajas fuertes destinadas a preservar preciosos tesoros ocultos.
¡Que me ataran con una cuerda y me echaran al mar si aquello tenía sentido! Porque además, y me estremecí al pensarlo, era como si todo aquello lo hubiera presentido desde mucho antes, como si mi conciencia hubiera tenido preservado aquel presentimiento en algún rincón escondido a la espera del momento propicio para desvelarlo.
Después de aquellas tentativas inútiles, desesperanzadoras, seguí andando mientras mi mente se esforzaba en dejar a un lado el sabor inconfundible del café, su aroma delicioso, el gusto por la magdalena acabada de salir del horno. Pero ahora, caminaba sin ninguna decisión en concreto sobre el lugar donde ir. Estaba demasiado desconcertado como para intentar averiguar ni siquiera a dónde me llevaban mis pasos.
Que el azar, ese dios caprichoso y a menudo cruel, los dirigiera.
6
Finalmente, con el ánimo abatido y cansado, al cabo de una media hora de pasear sin ánimos, me senté en uno de los bancos de piedra de una pequeña plaza. Había unos cuántos árboles, de esos que únicamente sirven para hacer sombra. No se oía el mínimo ruido por más que yo afinaba mis orejas. Ningún grillo desgranaba sus sempiternas melodías de amor, ningún gato maullaba, ningún motor de coche ronroneaba por las calles. Reinaba el silencio más absoluto.
Es más, ninguna hoja se movía lo más mínimo. Ninguna brizna de aire las movía ni nada de lo que me rodeaba podía moverse o hacer ruido porque todo, el aire incluido, parecía como congelado de forma bastante extraña. Detenido en el tiempo y en el espacio. En la eternidad. En las tinieblas.
Aquel estado de cosas me llenó de una sensación de soledad dolorosa, penetrante, como la que sentía de pequeño cuando el maldito de mi padre –que en el Infierno esté- me metía a la fuerza en el sótano de la casa, lleno de humedad y de olor a ratas y cucarachas y me obligaba a estar allí encerrado horas y horas. Y mientras tanto, para torturar y desequilibrar todavía más mi mente infantil, me preguntaba si me había arrepentido de la supuesta fechoría cometida, que la mayoría de veces era una insignificante travesura infantil.
A buen seguro que su alma, negra como el hollín y retorcida asquerosamente, estaría friéndose con lentitud espantosa en el aceite de las calderas de Lucifer.
Medité algo animado que no recordaba haber pisado aquella plaza en la vida. Moviendo la vista para recorrerla de punta a punta, me di cuenta con total certeza que aquel lugar, más parecido a un escenario de cartón-piedra de una película que a otra cosa, resultaba absolutamente desconocido para mí. ¡Me había perdido! Yo, que presumía de conocer la ciudad palmo a palmo, ¡no sabía donde me encontraba! ¡Increíble, pero cierto!
Entonces me entraron ganas de mear. Unas ganas, de repente, tremebundas, increíbles. Así pues, deprisa corriendo me acerqué a una farola sin mirar si había alguien por los alrededores porque eso nunca me ha importando cuando me han venido ganas. Me bajé la cremallera de la bragueta de los pantalones, apunté convenientemente a la farola y… nada. Lo intenté de nuevo y… nada. Pero ¿qué pasaba? ¿Tenía ganas de mear o no? El caso era que sí que tenía ganas, y muchas. Pero el gorrión no cantaba ni una miserable cancioncita. Decepcionado, y sobre todo extrañado y pensando que en aquella noche nada estaba destinado a que saliera bien, me levanté la bragueta y me senté en un banco.
Al poco de un descanso merecido, mientras me incorporaba del banco con precauciones infinitas, como si me creyera de vidrio y me fuera a romper a la más mínima porque las ganas de mear no se me habían ido, oí unas misteriosas pisadas de tacones de madera sobre el asfalto. Resonaban con claridad en el silencio de la noche, y se acercaban a mí.
Entonces, lo volví a ver. ¡A aquel desgraciado que yo había atropellado! Un escalofrío recorrió mi espalda, talmente como si el corte sumamente afilado de una gran guadaña la rasgara. Estaba claro que debía de ser su hermano gemelo. ¡No podía ser otro!
El caso fue que acabó plantándose a un par de pasos de mí y ahora me miraba como un estafermo. Con los ojos abiertos de par en par, y con una expresión de tonto, de auténtico imbécil que, encima, parecía como si estuviera pidiéndome cuentas.
¿Cuentas a mí? ¿De qué y por qué?
¡Aquello era inaudito!
Bastante indignado como para resoplar una réplica adecuada, me levanté repentinamente y, como de paso, lo empujé y le lancé tan fuerte cachete a la cara que lo hice caer al suelo. Después me alejé de allí deprisa, sin tener en cuenta si lo había malherido. De hecho, y casi de reojo, lo vi boca abajo sacando su lengua ancha y oscura mientras pugnaba para levantar sus ojos en un intento, supongo, de volver a dirigirlos a mí. Bien, me dije, ojalá le hubiera dolido bastante mi golpe, ¡porque no lo podía aguantar más!
Una idea única, casi dolorosa, espesaba mi mente: tenía que averiguar qué estaba ocurriendo, o acabaría loco sin remedio.
¿O ya lo estaba? ¿Dónde estaba la serenidad que, desde siempre, había sido mi mejor arma frente la selva de la vida donde me había depositado aquella madre mía años más tarde achicharrada dentro de su casa? En esos instantes deseé, con rabia, que esa serenidad se transformara en un chorro de claridad deslumbrante que me iluminara.
Mientras corría, alejándome de aquella plaza maldita, me di cuenta de que por mi frente caían gotas de sudor casi del tamaño de granos de arroz. Pero no era por la actividad puramente física, sino porque el asfalto, extrañamente, sorprendentemente, quemaba mis pies y transmitía el sofoco al resto de mi cuerpo.
¡Hervía a una temperatura altísima!
Tanto era así, que el asfalto desprendía fumarolas de vapor caliente, como sí fuera un horno en plena actividad, y más que andar sobre él, chapoteaba lúgubremente. No obstante, la noche que me envolvía y me maltrataba de forma tan despiadada era terriblemente fría.
Así que, para concluir algo que no tenía conclusión alguna, para entender aquello imposible de entender, no sabía donde estaba, un mendigo al que creía muerto aparecía y reaparecía como si nada, la noche era fría como el hielo y, no obstante, yo estaba sudando a mares porque el asfalto que pisaban mis pies hervía como una caldera al fuego.
¡Para volverse loco!
Y, ¿por qué hervía? ¿Se debía a que algún volcán desconocido estaba rasgando las entrañas de la tierra bajo mis pies y amenazaba la ciudad con su furia ingobernable?
Todo aquello no tenía ningún sentido. Porque, evidentemente, aquello del volcán lo había dicho por decir algo, para intentar aportar una pizca de sentido lógico a las cosas.
Un pensamiento único dominó entonces mi cerebro agobiado como si lo hubieron sometido a un ejercicio desmesurado y ahora estuviera sufriendo las consecuencias. Ese pensamiento tuvo por efecto aportarme una brizna de claridad: tenía que volver a casa. En mi casa encontraría la paz anhelada, en mi casa me tumbaría en la cama. Acurrucado dentro de ella como un gato dormilón, me dejaría envolver por las blandas y atentas sábanas, descansaría mente y cuerpo y reordenaría mis ideas. En ni casa todo volvería pronto a ser como antes. En mi casa se acabaría aquella especie de pesadilla que me estaba atormentando despierto y que, sin duda, había sido provocada por el accidente.
¿O por una mala enfermedad?
Solo que, me dije mientras mi corazón traqueteaba como los cascos de un caballo desbocado, no sabía donde se encontraba mi casa.
Porque el hecho, el hecho inexorable, terrible, era que me había perdido y, ciertamente, ignoraba como podría volver a mi casa.
Únicamente había una solución, me dije, intentando que una sonrisa hipócrita, artera, apareciera en mi rostro surcado por la vida como un desierto por las estrías de la arena: preguntar a algún peatón por mi situación. Cualquier vecino de aquel barrio tan desconcertante me ayudaría a recobrar la orientación perdida.
Ahora bien, no había nadie a la vista. La calle se encontraba absolutamente desierta, lo cual resultaba del más evidente si se consideraba la hora que era. No había, como se suele decir, ni un gato a la vista. Pero bien, que hubiera alguna circunstancia razonable en todo aquel follón me tranquilizaba un poco, aunque resultara, en resumidas cuentas, contraria a mis intereses.
De repente, me pareció distinguir una sombra que se movía pesadamente al final de la calle. Pero una niebla blanquecina había caído al suelo casi sin darme cuenta. Se trataba de una niebla impalpable pero agobiante, una pizca viscosa que, de una forma casi imperceptible, sutil, había cubierto primero mis pies, para después ascender lenta pero inexorablemente a la altura de mi pecho. Me di cuenta de que tenía el poder de convertir en sal la humedad esparcida sobre mi cuerpo a causa del sudor y, sobre todo, de helar el alma del más brioso. Yo no iba a ser menos.
A pesar de aquello, entre algunos rayos de luz que rasgaban la masa mojada y tenebrosa que me rodeaba, una especie de claridades tenues irisados con destellos cristalinos, casi fantasmales, pude divisar que aquella sombra se trataba de una mujer.
7
Aquella mujer no debía de ser joven, a juzgar por su andar lento y pesado.
¿Una mujer?, me pregunté en un pronto. ¿Qué hacía una señora más o menos madura en una calle solitaria a aquellas horas de la noche?
Pensé que tal vez era una prostituta.
Pero prostituta o no, tanto daba. Definitivamente, ¡aquello era toda una tentación!
Mi boca esbozó una sonrisa sardónica, de hiena, mientras mi alma de ladrón y violador empedernido se alegraba un poco. ¡Por fin!, chillaron mis labios atormentados. ¡Ya era hora que cambiaran las tornas! Tal vez todavía habría ocasión de arreglar y sacarle algún provecho a aquella noche tan increíblemente estúpida, tan desalentadora.
Porque aquella mujer, sin duda, me gustaría. Seguro que encontraría en ella algún encanto. Todas las mujeres tienen algún encanto, aunque permanezca oculto y solo a sus amantes les sea permitido descubrirlo y admirarlo. Si una mujer es coja, su rostro puede resplandecer de hermosura. Si fea, tal vez tiene unas piernas bonitas; si sus piernas son feas, su piel es suave como la de un bebé y, por lo tanto, es merecedora de mis caricias y mis éxtasis. Siempre, siempre he sabido encontrar en las mujeres algún detalle excitante y deseable que me incita a perderme, a abandonarme y a dejar de ser yo mismo en sus muslos mojados y calientes, que me recuerdan los de mi madre cuando me mecía y musitaba a mis oídos melodiosas canciones de nana.
Esta mujer, surgida de la nada, a resguardo de la niebla y de las profundidades de la noche, debía de ser la diosa, la valquiria que resarciría con su abrazo mortal la esterilidad de mis esfuerzos para soportar aquella noche espantosa. Por fin se acabaría la tensión insoportable que me estaba abrumando. De hecho, aquella mujer, aquella tentación viva, hizo germinar en mí la idea de que todo posible peligro que pudiera surgir a partir de aquel instante se había esfumado.
Así pues, la violaría y, acto seguido la estrangularía con mis propias manos. ¡Qué felicidad!
Resultaría todo muy fácil. Al final, el escenario era perfecto: sin ningún testigo indiscreto a la vista, con una noche oscura y extraña como escenario, la repentina niebla que había caído casi a propósito para encubrir los crímenes de la noche… Y yo, que necesitaba como el aliento que respiraba algún estímulo que me liberara de las zarpas mortificadoras de lo desconocido. ¿Cabe mejor estímulo que un momento de desmadre sexual? ¿De pasión animal? ¿De locura?
En resumidas cuentas, la pasión, al menos para mí, es aquello que nos ata a la Tierra, y como tal Tierra es primaria. Es el instinto salvaje, que tiene que ser, inevitablemente, irracional y rudo. El instinto lo tenemos que realizar cuando el cuerpo nos lo pide, a nuestro arrebato, no cuando las estúpidas convenciones sociales nos lo permiten. Por eso, siempre he rechazado el matrimonio, incluso la estabilidad de una pareja. El sexo lo cojo cuando quiero. Es en esa libertad donde yace el verdadero placer, el gozo más exquisito. Está claro que esa libertad mía, cuando no viene de una prostituta que me tiene que proporcionar aquello que deseo a cambio de unos billetes, sino de una mujer normal, suele chocar frontalmente contra su voluntad; pero esto no es problema mío.
Ahora que, la violaría después evidentemente de preguntarle la dirección que necesitaba, no fuera el caso que no encontrara a nadie más.
Me acerqué sigilosamente. Sé como acercarme en perfecto silencio a mis víctimas. He visto muchos documentales sobre leones y panteras, sobre depredadores en acción; pues bien, yo soy un depredador nato, uno de los mejores. Los documentales solos me habían mostrado aquello que ya sabía por mí mismo sin necesidad de pasar por ninguna escuela de la vida. Talmente como los leones: cuestión de puro instinto asesino y deseo permanente de sangre fresca.
Siempre he sorprendido a mis víctimas cuando menos se lo esperaban, con una mirada turbia y una sonrisa de hiena que les provoca de inmediato un helado aturdimiento y las deja tan agobiadas que, antes de poder reaccionar, ya las he puesto fuera de combate y a merced mía.
Nocturnidad, soledad, sigilo, capacidad de picardía y ansias homicidas. Esos son los principales componentes, en mi opinión, para cometer delitos como es debido y salir impune del todo.
Y en eso yo siempre he sido un maestro. El maestro del crimen. Reconocido como tal por mis colegas a lo largo y ancho del país.
Cuando tenía mi inminente víctima a tres o cuatro metros recordé que tenía que hacerle antes que nada la pregunta en lo referente al lugar donde nos encontrábamos. En consecuencia, hice sonar de una forma clara y rotunda mis pasos sobre el asfalto. Ella tenía que tener tiempo de oírme para girarse y verme llegar con la cara confiada y de buen chico que sé hacer cuando me interesa.
Siempre habría tiempo después para los gemidos, para los chillidos de súplica, para que mi pene –puro e inefable instrumento del Sexo Masculino- invadiera poderosamente, con insania, sus contramuslos. Y por último, cuando ya habría gozado en cantidad suficiente del placer prohibido arrancado a la fuerza -como mi padre cuando gozaba abusando de mi madre, la cual, impotente, incapaz de hacer frente a sus brazos poderosos y a su vaho colmado de alcohol, tenía que abandonarse-, también habría tiempo para que la hoja de acero de mi cuchillo se deslizara sobre su piel o para que estrangulara con mis propias manos el delicado cuello femenino. Todo esto, mientras vería como aquella infeliz que había tenido la mala fortuna de topar conmigo torcía la lengua chorreando saliva asquerosa, y sus ojos estallaban del tremendo dolor que surgía de la sima de su alma profunda.
Cuando estaba a un solo paso de ella y ya distinguía con diáfana claridad su seductor cuello blanco bajo una cabellera ligeramente desordenada y rizada, se giró. Y tanto que se giró. Y fui yo entonces quien se quedó helado. Mi corazón y mis venas, y mi sangre, y mi aliento, todo mi cuerpo se quedó como una barra de hielo acabada de salir del congelador de un frigorífico. Mis piernas se negaron a seguir avanzando. Los labios de mi boca se cayeron como si se hubieron quedado totalmente flojos de repente. Mis ojos se quedaron blancos como la nieve, inertes, momentáneamente ciegos.
Así permanecí durante unos instantes que parecieron eternos, de pie y desconcertado, porque aquella mujer… ¡era la última víctima que yo había violado y matado un año antes!
Era… ¡era ella!
¡Sin duda era ella! Aquella oscura cabellera ondulante que yo había acariciado con pasión mientras forzaba a su poseedora. Aquel horrible corte en el cuello que yo le había hecho para matarla, una vez consumada la violación, los mismos labios delicados, tiernos… Era más, por el corte del cuello salía sangre a borbotones, sangre fresca que le manchaba la cabellera, ¡como si se lo hubieran producido apenas unos segundos antes!
Sus ojos, transparentes como bolas de vidrio, vacíos, sin vida y abiertos desmesuradamente, me vigilaron cómo si fueran los de un buitre ansiando su carroña sangrienta. Parecían querer preguntarme, con un terror inexpresable y al mismo tiempo hipnótico: “¿Por qué lo hiciste?”. Y a la vez, levantó hacia mí un dedo crispado, acusador, mientras yo, mudo de terror, me estremecía y sentía como un miedo visceral golpeaba despiadadamente mis sentidos, un miedo tan horrible que creí morir en aquel instante.
Pero en ese instante todavía no sabía que lo peor estaba por llegar, que si aquella escena era terrorífica, todavía estaba por conocer el PÁNICO, el inefable PÁNICO CERVAL destinado a zarandearme y hacerme desfallecer entero.
El caso fue que, en un primero instante, farfullé con voz entrecortada palabras ininteligibles, frases incoherentes propias de un demente. Y poco después, sobreponiéndome con gran esfuerzo al nudo que oprimía mi garganta, acabé lanzando un grito feroz y vibrante. A continuación, como si un cohete impulsara mis piernas, corrí como alma que persigue el diablo por aquellas calles solitarias y siniestras.
¡Huyendo asustado de aquella mujer, de aquel lugar espantoso, de aquella locura!
8
Corrí y corrí, sin cesar, con ciega obstinación. Corrí por calles frías y solitarias mientras el asfalto, de nuevo volcánico y bochornoso, hervía bajo mis pies y me hacía sudar. El sudor, la frialdad, la soledad, todo ello no me importaba lo más mínimo. Solo quería huir de allí, alejarme lo más posible, aunque no supiera hacia dónde.
De nuevo el azar seria quién decidiría mi futuro inmediato.
Porque, ¡qué más daba donde me llevara mientras desapareciera aquella macabra visión!
Pronto me di cuenta de que aquel propósito se acontecía totalmente impracticable. La visión esperpéntica de aquella mujer degollada e inquisidora no desaparecía de mi mente. La tenía fija dentro de mí como si el diablo la hubiera enganchado de alguna forma increíble pero real a los nervios que transmitían la información a mi cerebro. Entonces me di cuenta que llevaba el camal de los pantalones mojados. Pardiez, ¡me había meado encima!
Pero aquello no me hizo parar. Corría y corría, pues, resollando por el esfuerzo haciendo mi respiración un silbato extraño, como si pasara por el cañón de una flauta, mientras el hielo del aire me golpeaba las mejillas con minúsculas pinchas extremadamente dolorosas. Pero aquella mujer seguía persiguiéndome y acusándome con sus ojos de cristal, con su índice afilado como una daga de acero.
Finalmente, mi cuerpo dijo bastante. Tuve que parar mi desenfrenada carrera cuando mis pulmones amenazaron con estallar, cuando las sienes me oprimieron tanto que se negaban a latir más, cuando el corazón me golpeó las costillas, incapaz de soportar más las tormentosas bocanadas de sangre. Estaba, sencillamente, a punto de estallar por el tremendo esfuerzo a que lo había sometido. Ya no podía más.
Supongo que, tal vez, pensar que mi corazón podía reventar y que, en consecuencia, me exponía a morir de agotamiento, desplazó, por fin, la imagen de la mujer violada dentro de mi cerebro abrasado como una yesca. Justo en ese instante me sentí un poco confortado. Ya había dejado de pensar en esa mujer. ¡Que se jodiera! ¡Yo era mucho más importante que ella! ¡Que sus miserias! ¡Que su muerte miserable! Al fin y al cabo, se trataba de una simple mujer: una masa de carne, sangre y vísceras igual que el resto de mis víctimas. Si a mi conciencia nunca le había importado el que le pasara a esas mezclas insignificantes de carne, sangre y vísceras, no me iban ahora, al cabo de los años, a importarle más.
Me interesaron, pues, tanto los latidos de mi corazón que olvidé la imagen perturbadora y al rojo vivo de aquella mujer. Mi espíritu perturbado recobraba la lucidez y volvía a funcionar con lógica. De nuevo recobraba la cordura que apenas unos segundos antes se me escapaba transformado en una espiral alucinante, con la preocupación por saber dónde me encontraba, con el ánimo para llegar a casa, con el ansia de descansar de una vez por todas y que aquella desgraciada noche acabara de una vez por todas.
El nuevo día traería la paz que, en esos instantes, deseaba más que mi propia vida. La paz, el placer de sentirme embriagado, mimado por la tranquilidad del espíritu… Pero ¿dónde estaba? ¿Por qué resultaba tan difícil encontrar un camino conocido? Algo se empeñaba en impedirlo, y algún propósito dirigía aquel ente desconocido o dios maquiavélico y caprichoso -que sin duda, estaba detrás de todo aquello-, para atormentarme de aquella manera tan sádica.
Estaba pensando, con un leve suspiro, en mi confortable cama, la veía en sueños allí mismo, al alcance de mi mano, cuando unos sonidos extraños, metálicos y persistentes, pero que repicaron en mis oídos como si estuvieran desmenuzados, rompieron mis ilusiones. ¡Correspondían a una campana. ¡La campana de una iglesia!
9
Era la primera vez en mi vida que oía los toques de una campana a esas horas de la noche.
¿Qué estaba ocurriendo? Debía de haber algún motivo que impulsara a los responsables eclesiásticos de la iglesia que mis ojos ya habían distinguido entre la niebla para ordenar tal repique que, además, sonaba extravagante, como si aquella campana estuviera agrietada.
La curiosidad, una vez más, venció mi ánimo abatido. Me acerqué lentamente a la iglesia, la cual ya se perfilaba nítidamente detrás de unas aceras desacostumbradamente altas y relucientes.
Era ancha y sólida, con una bella y original fachada que sería más bella si no fuera por la pátina de vejez que la cubría y la ensuciaba con la pátina y los arañazos que provoca el tiempo. Al final, una iglesia tal vez como muchas de las iglesias de este mundo solo que… resultaba absolutamente desconocida para mí.
De nuevo me sentí desasosegado: ¡yo siempre había presumido de conocer la ciudad palmo a palmo! ¡Cada calle! ¡Cada cruce! ¡Cada edificio!
¡Maldita noche!
Fui directo al grano. La única torre del campanario era alta y cuadrada, construido con enormes sillares de piedra a los que les urgía una nueva capa de pintura y una buena reparación. Arriba de todo, apenas visible entre gruesas hilachas de algodón espeso y grisáceo, como una especie de aliento misterioso, la campana insistía con tozudez en la grotesca cacofonía que hacía vibrar el aire y retumbaba en mis oídos: ¡Ding… dong! ¡Ding… dong! ¡Ding… dong!
Me di cuenta que la gran puerta de madera maciza de roble estaba medio entreabierta. La claveteaban grandes clavos de bronce dorado que, con su lustre, destacaban sobre la masa carcomida y envejecida de la madera. Por el contrario, las dos puertecillas laterales, también carcomidas y agrietadas, estaban firmemente cerradas. Estaba claro que aquellos que las habían cerrado insinuaban una sospechosa invitación a avizorar el interior de la iglesia desde el umbral de la gran puerta central.
Un haz de luz misteriosa, casi fantasmagórica, salía por ese umbral. Al bañarme con ella me estremeció algo indescriptible: una mezcla rara, delirante, contra natura, de íntima felicidad, pero también… de cruel desesperanza, de terror insoslayable.
La desazón que sentí entonces fue, pues, increíblemente fascinante y profunda. Encantadora. Era como si me hubieron entrado de repente unas ganas locas de saltar de alegría, de una alegría alienante y visceral; pero a la vez, de correr con el corazón en un ay, de huir de allí a la máxima velocidad que mis piernas podían impulsar mi cuerpo.
¡Para no volver nunca más!
Todo ello, pues, una sensación realmente estremecedora.
Con todo, yo quería entrar. Descubrir lo que se cocía allí dentro. Tal vez allí se encontraba el secreto que nutría aquella noche de misterio y espanto. ¡Tenía que desvelarlo!
Unos pocos pasos, y ya había subido los escalones de granito agujereado y roto en muchos lugares. Apenas un par de pasos más y ya podría entrar. Desde donde ya me encontraba podía divisar el interior: las altas columnas que sustentaban un techo de rico artesonado, primorosamente labrado siglos antes pero ahora oscuro y sucio; la decoración profusamente barroca y recargada del altar, y sobre él una cúpula inmensa y de una redondez perfecta, bellísima a pesar de la erosión del tiempo. Estaba bañada por una luz amarillenta que en algunos lugares incluso resplandecía llena de fosforescencia.
A ras de suelo, sentadas en una cantidad innumerable de bancos de madera negra como la caoba, hasta el extremo de llenarlo todo, había una multitud de personas de todas las edades y condiciones.
Se los veía a todos muy devotos. Hombres y mujeres, mayores y niños, contemplaban embelesados las maniobras del cura. Éste, en el altar, se dedicaba a su trabajo con tal grado de concentración que parecía no existir nada más en el mundo salvo él haciendo misa y la gente presente siguiéndola con total rigor y seriedad.
Por ello mismo, todo parecía demasiado rígido, encorsetado, estrambótico. Salvo el cura, de gestos y movimientos en extremo solemnes y circunspectos, las personas no se movían, no únicamente del asiento que ocupaban, sino que ellos mismos no desplazaban ni un brazo o ni siquiera una mano para rascarse la cabeza. Nadie hablaba ni cuchicheaba el más mínimo rumor. Todos quietos y silenciosos, con caras revestidas de la palidez del nácar, como en la plaza, congelados en el tiempo y en el espacio. En la eternidad.
Pero mi alma estaba prendada, sometida a oleadas de excitación y abatimiento que amenazaban con un estallido concluyente. Finalmente, decidí dar el paso que me quedaba para entrar. Tan solo era un paso.
Sin embargo, no lo pude hacer. Una fuerza increíble me obligó a retroceder. Era cómo si chocara contra un muro invisible.
Entonces, justo cuando me llegó a las narices un vaho extraño, una mezcla de incienso y olores humanos que resultaba áspero, incluso ácido, me di cuenta de la celebración que había congregado aquella gente: ¡se trataba de un funeral!
¡El vaho era a muerte!
Descorazonado bajo el mismo dintel de la puerta, paralizado e incapaz de entrar, contemplé cómo el cura se acercaba con su instrumental sacerdotal al ataúd situado sobre un caballete de barras metálicas. El ataúd estaba cerrado y el sacerdote era un desconocido para mí, y lo mismo podía decir de la gente, de la iglesia, y aun así, todo aquello me sonaba a familiar.
¡Yo conocía aquel ataúd!
¡Y sabía quién estaba dentro!
¡Mi madre! ¡Mi madre yacía en su interior! ¡Y en ese preciso instante que lo averigüé la vi!
Distinguí claramente su forma, hueca, inconsistente, pero de todos modos definible, reconocible a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte, a pesar de las marcas impresas en su cuello por los dedos asesinos de mi padre, a pesar de la expresión de terror que se le había quedado grabada en el rostro y que los funerarios del tanatorio no habían podido disimular por más que lo había intentado. ¡Era ella! El espíritu de mi madre, ¡que salía de su mortaja! ¡Porque se estaba levantando!
Entonces, desde arriba del ataúd, quieta y erguida en toda su estatura, con una aura de indescriptible hermosura, se me quedó mirando. Cuando lo hizo, su expresión se había transformado. Me miraba ahora con ojos dulces como la brisa que venía de las montañas de romero y colmados del amor que me dedicaba cuando me mecía de pequeño, cuando me vestía, cuando me daba de comer, cuando me besaba con sus labios cálidos y mullidos en el momento que yo salía de casa para ir al colegio.
Era mi madre, mi amor, la ternura a la que todo ser humano aspira, la única mujer que yo había querido con todo mi corazón y que mi padre me había arrebatado brutalmente, antes de que yo a él mismo le cortara el cuello con un cuchillo de cocina y después se lo clavara veinte veces en el pecho en una orgía de sangre y paranoia de muerte.
Yo tenía los ojos a rebosar de lágrimas, las cuales caían al suelo y cuando llegaban se convertían en chipas de fuego que brillaban fugazmente antes de desaparecer en forma de un humo efímero que se elevaba apenas unos centímetros en el aire, para después desvanecerse.
Me refroté los ojos, y entonces fue cuando la vi. Con amarga certeza la vi. Estaba sentada en la primera fila de bancos. Se había girado y me vigilaba con ojos cínicos, burlones. ¡La amante de mi padre! ¡Aquella arpía que, con malas artes, habían predispuesto a mi padre contra mi madre! Que lo había engatusado una vez tras otra, sin compasión, con desazón, para que mi padre, enloquecido por el alcohol, con la mente anulada por el sexo vicioso que ella le ofrecía, acabara cometiendo su horrible crimen ante mis ojos atónitos.
¡Condenada puta! ¡Las puñaladas que me escarnecían el corazón eran más penetrantes que nunca!
Quise entrar, para matarla allí mismo, ante todos, tal era la rabia que sentía, las ansias terribles de venganza. Para hacer con ella lo que siempre había deseado hacer y que nunca había tenido ocasión.
Pero de nuevo, el muro invisible que protegía inexplicablemente el interior de la iglesia me lo impidió. ¡No podía entrar de ninguna forma! Captar aquella brutal realidad, saber que estaba condenado a soportar su mirada de escarnio mientras la presencia de mi madre me hacía llorar lágrimas de fuego, fue lo que, en un pronto, me decidió a emprender de nuevo una carrera disparatada para huir de aquel escenario tenebroso.
10
Corrí otra vez durante un tiempo que me pareció eterno. Con el ay de nuevo en el corazón, sin descanso para mis piernas y para mi espíritu, rasgando la niebla a mi paso y sintiendo como el asfalto quemaba de nuevo mis pies.
Pero de repente, la luz que salía de una ventana paró mi carrera desenfrenada.
Al fin y al cabo, aquella luz brillaba en exceso como para, entre tanta farola amortiguada y la extrema oscuridad reinante, no llamarme poderosamente la atención.
Procedía de un semisótano, uno de tantos de los muchos que había en la ciudad, y que arrancaban a ras del suelo junto a la puerta central de las casas. Se accedía a ellos por una escalera, normalmente de tan solo cuatro o cinco escalones, y sus puertas siempre estaban cerradas. Pero a menudo, alguna de las ventanas que les proporcionaban luz y ventilación, situadas apenas a un palmo o dos de distancia del suelo, estaban abiertas. A través de sus rejas metálicas, se podía ver el interior.
Me acerqué y le eché un vistazo a lo que había allí abajo. Se trataba de una cámara de reducidas dimensiones, provista de escasos muebles que por todas las apariencias eran pobres y destartalados. En las paredes colgaban algunos cuadros baratos, pero no era todo aquel mobiliario y decoración lo que realmente podía despertar la curiosidad de nadie, sino la escena que se estaba desarrollando. Un hombre en mangas de camisa y sentado de espaldas a la ventana, cosa que me impedía verle la cara, tenía un niño extendido sobre sus piernas.
Le estaba propinando una terrible paliza en el trasero. Parecía cómo si estuviera ensañándose con él. Lo golpeaba con la palma de la mano una y otra vez, mientras el pobre niño no paraba de lamentarse y llorar de forma penetrante. Su culo, desnudo, lo tenía rojo de tantos golpes que ya había recibido. A pesar de aquello, el hombre continuaba golpeándolo implacablemente, incluso diría que con pasión, con sadismo.
De nuevo mi alma se sintió aterrada y mis entrañas fueron desgarradas por una lacerante punzada de dolor, porque aquella escena me sonaba a familiar y, por eso mismo, extremadamente cruel. Yo conocía aquel mobiliario, aquellos cuadros baratos que representaban paisajes campesinos, aquellas paredes recubiertas de papel desteñido que antaño figuraban flores. Incluso, conocía la espalda de aquel hombre y la misma acción que estaba realizando, con aquella pasión tan característica, con aquella violencia abusiva.
Aquel hombre era mi padre.
De repente, el hombre se giró. Erguido y orgulloso como estaba, como un gallo de corral, se quedó mirándome. En los cristalinos de sus ojos brillaban los monstruos del odio y la brutalidad.
¡Sí, y mil veces sí! ¡Era mi padre!
Y el pobre niño, que con ojos llorosos y desorbitados por el miedo también se giró… ¡era yo!
Entonces mi padre estalló a reír, con la risa que yo recordaba tan bien, que se me aparecía todavía en mis pesadillas, una risa sarcástica, inhumana, acompañada de unos ojos que se llenaban de una luz fantasmagórica que hacía encoger mi cuerpo, empequeñecerlo de repente hasta el extremo de convertirlo en un inútil desecho. No pude aguantar más y escapé de allí corriendo.
Huyendo, ¡huyendo una vez más!
¡Huía de mí mismo!
Y mientras corría, no se me iban de la mente la imagen de mi padre golpeándome y, a la vez, en una sucesión vertiginosa y sofocante, en una especie de ciclón donde se alternaban a un ritmo casi insoportable sombras y luces angustiosas, aparecían las imágenes de mi madre, de la iglesia, del funeral, de la maldita amante de mi padre burlándose descaradamente de mí…
11
Cuando doblé por la primera esquina, los alaridos repentinos de una sirena me sobresaltaron e hicieron desaparecer repentinamente de mi mente la imagen última que se me presentaba ante los ojos como si fuera real: la de mi madre y la de la odalisca de corazón corrompido que había instigado su muerte.
¡Se trataba de un camión de bomberos!
Bien, me dije mientras al menos un atisbo de la paz deseada me invadía y alegraba mi espíritu conturbado: tal vez ya había vuelto a la civilización.
El camión no estaba muy lejos de donde me encontraba. Encaminé mis pasos hacia allí. Los bomberos, ay, ¡cuánto lo ansiaba!, me ayudarían a volver a mi casa.
También había un par de coches de policía. Sus ocupantes habían bajado de los coches y merodeaban al lado de los restos de un coche accidentado que se estaba quemando como una falla.
Por un momento –el instinto me lo aconsejó con un pinchazo doloroso- pensé en recular, en escabullirme de allí sin más y olvidar aquel accidente. Joder, ¡de entrada había policías! Pero no tenía elección. Al final, aquella noche se tenía que acabar como fuera. Los policías no tenían porqué sospechar nada de mí.
Examiné cuidadosamente el aspecto que llevaba y me arreglé la ropa y el pelo. Eché unas gotas de saliva en un pañuelo que usé a continuación para limpiarme y enjuagarme la cara. No necesitaba ningún espejo. Siempre he sido un hombre cuidadoso con mi aspecto, no como algunos colegas que conozco. Cuatro retoques de última hora siempre han sido suficiente para causar la buena impresión que hago utilizar para engañar a los muchos ingenuos que pueblan el mundo, y que parecen haber nacido para goce mío y de los que son como yo, elegantes de natural, pero con el corazón de un buitre.
Cuando ya estaba cerca de la pasma mi apariencia, al menos esto pensaba yo, resultaba suficientemente normal como para no despertar ninguna sospecha.
¡Sospecha! ¡Qué palabra tan apropiada!
¡Y tan cruel!
Porque fui yo, y no los policías, quién desde el principio me dejé dominar por una sospecha agobiante y, a la vez, sutil.
Cuando ya podía distinguir con cierta claridad los contornos del coche accidentado, me di cuenta, para mi asombro, que había dentro alguien que movía los brazos desesperadamente. Estaba claro que promoviendo un intento inútil, condenado al fracaso, de huir del fuego y de los artilugios retorcidos que lo encadenaban. Estos, por lo que se veía claramente, le impedían toda fuga.
¡Pero aquello no podía ser!
Resultaba todo demasiado parecido a mi accidente. Esa evidencia, contundente, despiadada, terrible, se iba abriendo a marchas forzadas dentro de mi cerebro y me trastornaba una vez más, justo cuando ya había creído tener la salvación al alcance de la mano.
De hecho, el coche era un Audi 3. Si de gas-oil o no, no lo podía averiguar a menos que me acercara más. ¡Pero tenía el mismo color! ¡El gris plateado!
Ahora que, pensé inmediatamente: el gris plateado era el color de moda. Había miles de Audi 3 de ese color. A la gente le había dado por el gris plateado. Todo eran coches color gris plateado. Ningún motivo, pues, de preocupación por la coincidencia del jodido color.
Aun así, era evidente que el escenario resultaba sospechosamente, cruelmente parecido. Había demasiadas similitudes y, conforme me acercaba, a pesar de la precaución infinita con que lo hacía, aquellas evidencias provocaban que mi corazón, atemorizado, latiera velozmente y mis pulmones jadearan con la potencia de una máquina de vapor.
No quería ir. Un miedo visceral me dominaba y empezaba a invadir todos y cada unos de mis músculos, de mis nervios, de mi sangre. ¡De ninguna forma quería ir! Aun así, de forma inexplicable, mis pies, como si fueran autómatas y desobedecieran en todo mi voluntad, me encaminaban hacia aquel lugar que intuía maléfico.
Un temblor poderoso, confuso, horrible, me abrumó cuando levanté los ojos, unos ojos humedecidos y ya medio empañados, hacia el cartel que anunciaba el nombre de la avenida donde me encontraba: ¡la Avenida de la Constitución!
¡La misma avenida de mi accidente!
¡Sentí enloquecer! Mi cerebro giró y giró, a una velocidad de vértigo. Dentro de él, unas luces misteriosas me cegaban y me mareaban. ¡Estaban a punto de hacerme perder el sentido! Y de vez en cuando, con insistencia, como si dejaran a propósito un sorprendente resquicio, las luces me permitían ver de nuevo el cartel de la avenida, siempre con el mismo nombre: ¡Avenida de la Constitución!
¿Qué clase de alucinación era aquella?
¿Qué espanto me esperaba? ¿Cuándo acabaría aquel sobresalto continuo? ¡Todo era exasperante!
¿Se aprestaba otra víctima mía a aparecer delante de mí? ¿Volvería a apuntarme un nuevo índice acusador y habría otros ojos vidriosos y fríos que, acechándome fríamente, cadavéricamente, me pedirían cuentas por las fechorías cometidas?
“¡Basta!”, chillé repetidamente como un poseído, sin importarme que los policías y bomberos pudieran oírme. Entonces, como por ensalmo, me tranquilicé un poco, mi corazón dejó de latir a la velocidad próxima al infarto de miocardio, mi pulso se serenó y el sudor se evaporó y desapareció instantáneamente.
Al menos, me dije después de tan repentino cambio fisiológico, todavía seguía conservando un poco de sangre fría que me permitía controlar mínimamente la situación. Con tanta experiencia de la vida como acumulaba a pesar de mi relativa juventud -42 años-, no iba a dejarme dominar por las desafortunadas casualidades de la vida.
Esto era, en definitiva: se trataba de simples casualidades. Al fin y al cabo, unos ínfimos espejismos que solo podían provocarme sustos, pero no hacer tambalear mi fuerte personalidad.
Por fuerza, me dije mientras la bilis ascendía por mi garganta y me la quemaba, desde mi accidente hasta el momento actual en el que mis ojos atónitos estaban contemplando ese accidente, había transcurrido más de una hora. La avenida era muy grande, y la ciudad mucho más grande aún. En ella, los accidentes no resultaban nada raros. Incluso podían ocasionarse en la misma avenida y en una localización parecida, con un intervalo de tiempo más bien escaso.
De hecho, razoné pensativo, la pasma solía hablar de puntos negros donde, a menudo, se provocaban muchos accidentes debido a sus peculiaridades de tráfico o por no estar bien señalizados. O incluso por lo contrario: por estar señalizados en exceso, cosa que quitaba el sueño al mejor conductor. La gente en las ciudades, ya se sabe, todos vamos absortos en nuestros pensamientos, en dónde y cómo acometer el siguiente robo, dónde apalear un mendigo desarrapado, en cómo violar la hembra que acabamos de ver paseando tranquilamente unos metros antes en una callejuela oscura…
Podía pasar de todo.
Incluso que se nos metiera por en medio un inoportuno taxi y yo, lanzado a 150 Km. por hora, solo dispusiera de una miserable décima de segundo para esquivarlo.
Aquello debía ser. Yo la había diñado una hora antes en el punto negro de una avenida realmente concurrida de tráfico, y el Pepelrata había muerto vilmente. Una vida miserable menos, tampoco era tan importante. Pasada esa hora, a un pobre desgraciado le había ocurrido exactamente lo mismo que a mí. Que fuera un Audi 3, y encima gris plateado, bien, coincidencias de la vida y nada más.
Así pues, reflexioné inmediatamente que, como ya sabía dónde me encontraba, no me urgía acercarme a aquel lugar para preguntar nada. Solo veía los policías y bomberos, y donde estaban ellos seguro que acudía la gente la cual, a la postre, se lo suele pasar muy bien contemplando escenas de sangre y muerte, cuanto más truculentas mejor.
¿Para qué coño quería ya encontrar gente o policías? ¡Conocía esa avenida! ¡Ya no estaba perdido! Seguro que faltaba poco para que llegara la claridad del día.
Yo, que siempre había detestado esa claridad, y ahora la ansiaba con frenesí.
Aun así, había algo que me seguía atrayendo irremediablemente. Una vocecita interior me decía, me pedía, me exigía incluso con una fuerza y energía irresistibles, que me acercara. Pero al mismo tiempo, otra voz interior, temblorosa y vacilante, bochornosa como la bilis que seguía ascendido por la garganta, me suplicaba –esto era: me suplicaba- que no se me ocurriera ir.
¡De nuevo me sentía enloquecer!
¡Mi cerebro era un caos! ¡Yo era un caos absoluto!
Totalmente nervioso, agobiado como un colegial la primera vez que lo examinan, o peor todavía, como el condenado que van a ejecutar en una silla eléctrica, encendí un pitillo. Lo chupé compulsivamente, con ansia, como sí fuera el pitillo más maravilloso de todos los que nunca había fumado, como si le estuviera rogando, al humo que entraba con potencia en mis pulmones para después ser exhalado vigorosamente, que se convirtiera en la poderosa y extraordinaria medicina que me curara de una vez por todas.
Pero el humo no traía ninguna respuesta. Fumar siempre había sido un remedio para la ansiedad que en muchos momentos de mi vida me había abrumado, pero en aquella ocasión la ansiedad había llegado demasiado lejos. A un punto, a un cenit, donde ya no había posibilitad de vuelta atrás y donde todo era vértigo y puro espanto. Aquel humo no me insuflaba el arrebato de coraje que deseaba obtener con una intensidad furiosa. El coche incendiado seguía allí, quemándose, y dentro de él unos brazos frenéticos intentaban salvar su poseedor de una muerte espeluznante mientras los bomberos le tiraban agua inútilmente. Y tanto que inútilmente: el fuego, interno, potente, no parecía ceder ante aquella avalancha de líquido que rebotaba en la chapa exterior y no apagaba ni una raquítica llama.
¿Fue curiosidad malsana la que me impelió, finalmente, a acercarme? Debía simplemente, pues, ser mera curiosidad la fuerza que me obligaba a hacerlo y dominar con creces los consejos contrarios de precaución.
¿Curiosidad… o mandamiento de Lucifer?
12
El caso fue que, muy lentamente, me aproximé a aquel lugar siniestro. Mientras lo hacía, notaba como dentro de mí crecía y crecía mi aturdimiento, una ansia inaudita que agitaba mi espíritu como la peor de las atormentas agita las aguas del mar.
Mis pies eran plomos. A cada paso, un plomo pesado, agónico, ejercía primero su peso demoledor contra el asfalto. Y éste, como sí fuera una goma elástica, a su vez hacía rebotar y repercutir ese impacto contra mi pie, el cual, de inmediato, transmitía esa información puramente física y a la vez penetrante a mis piernas. De aquí, el impacto ascendía por el cuerpo para, finalmente, llegar a las neuronas de mi cerebro. Allí, transgrediendo todo lo que podían significar las palabras armonía, tranquilidad, paz, parecía querer destruirlas, ¡a ellas, a mí mismo!
Sentía dolor. Un sufrimiento inaudito. Y a cada paso pensaba en mis víctimas, en cómo las había hecho sufrir mientras las violaba, las robaba, las estrangulaba o acuchillaba con saña. A cada paso se me aparecía una u otra en la mente, de forma vívida y clarísima: ahora la mujer violada, ahora el pedigüeño de la cabeza aplastada por mi coche, cualquier otra de mis muchas víctimas, y también aparecía el escenario de la iglesia en un puro estado místico, mi padre torturándome de pequeño, o matando a mi madre…
¿Representaba aquel sufrimiento mío la expiación de lo que yo les había infligido a todas y cada una de mis víctimas? ¿Era algún ser endemoniado, o el propio diablo, quién me estaba haciendo pagar en aquella noche aciaga todas mis maldades, todos los crímenes que había cometido en mi vida de delincuente, de bestia sanguinaria? ¿Quién me estaba haciendo ver todas mis desgracias con el énfasis de un inquisidor?
Fuera como fuese, mis pasos avanzaban inexorablemente hacia el lugar que intuía, ya en aquel instante, cuando apenas me faltaban seis o siete pasos para llegar, la antesala del infierno, el lugar donde Lucifer, el rey de las tinieblas, me devoraría, donde me pasaría factura por mis delitos y me haría pagar definitivamente todas las culpas que había cometido en vida.
Una curiosidad malsana me hizo observar que, a pesar de haber policías y bomberos por todas partes, yendo de un lugar a otro como moscardones y sin dejar de gritar las estupideces que acostumbraban, nadie de ellos parecía fijarse en mí. Sus caras inexpresivas me miraban, pero era como si sus ojos me traspasaran de hito en hito y vieron solo lo que había a mi través. ¡Me trataban cómo si fuera un ser invisible! ¡Sin cuerpo, sin carne, sin huesos!
¡Pero yo estaba allí! Quise gritarles, lanzarles directamente a la cara la constancia de mi presencia tangible, real, pero al principio mi garganta fue incapaz de emitir ningún sonido. La tenía como paralizada, como si estuviera adherida al paladar. Me di cuenta que el terror me impedía mover las articulaciones necesarias para emitir ningún sonido. El terror me impedía gritar y ni siquiera hablar.
Al fin, cuando ya me encontraba a únicamente cuatro pasos del coche, cuando el calor de las llamas irradiaba por mi cuerpo y calentaba mi piel hasta hacerme sentir el dolor de la quemadura, fue cuando pude lanar un grito.
Fue un grito de terror, un grito que nunca ninguna garganta humana podía superar si con él quería expresar el inmenso, el increíble PÁNICO que sentía, y que estremecía mi alma y desgarraba mi cuerpo con un puñal terriblemente puntiagudo y afilado.
Porque aquel desgraciado que estaba debatiéndose inútilmente dentro del coche… ¡era yo!
¡Yo! ¡Yo! ¡Era yo!
¡No!¡ ¡No podía ser! ¡Pero era yo! Pero yo… ¿no estaba fuera del coche? ¿Y por qué nadie me veía fuera del coche?
Entonces fue cuando, definitivamente, de forma aplastante, lo comprendí.
13
Sí, lo comprendí… Porque en aquel instante supe que el terror que se había apoderado de mi cuerpo se había convertido en parte intrínseca de mí mismo, en un órgano más, dotado de vida propia y a la vez imprescindible para el funcionamiento de mi cuerpo. Un órgano que latiría junto a mi corazón para siempre, para toda la eternidad, que nunca me abandonaría. Yo me había convertido en un alma condenada al sufrimiento perpetuo. Aquel órgano era el que me ataba irremediablemente a esa perpetuidad maldita.
Y así ha sido desde aquella noche, hace tanto tiempo, hace tantos años, quien sabe si siglos, quienes sabe si milenios.
Cada noche, con la precisión de mi reloj Viceroy de 600 €, que mi muñeca lucirá eternamente, intuyo al principio la noción de ese pánico, que me suena incomprensible, pero que sé que lo sentiré con toda su crueldad, con todo su rigor, y acto seguido…
Mi condenación empieza dentro del coche incendiado, con Pepelrata muerto a mi lado. Con mi sorpresa para encontrarme después de despertarme de la conmoción sufrida, con mis intentos por salir y evitar el fuego, con los coches de la pasma y el camión de los bomberos rodeándome como las moscas rodean la basura. Siempre son las mismas caras, los mismos gestos, la misma inexpresividad, pero yo no los reconozco.
Y después, me acosan en mi patético deambular por las calles solitarias y tristes de la ciudad el trapero que atropellé, alguna de las cuatro mujeres que violé en vida, algunos de los tres desgraciados a los que apuñalé, torturé, estrangulé con mis manos. Una noche son unos, otra noche son otros… Hay para elegir.
Todos ellos acusándome, mortificándome, apremiándome a dudas y angustias, tropezándose conmigo en los lugares más inesperados, pidiéndome explicaciones con sus ojos mudos de espanto, sus dedos inquisidores, y mostrándome las llagas y heridas que yo les provoqué.
Cada noche, ruedo en la Rueda del Tiempo Infernal. Cada noche, me enfrento al asfalto inexplicablemente ardiente, al frío glacial e inextinguible, a la niebla tenebrosa. Cada noche avanzo casi a ciegas por calles pavorosas y plazas apagadas mientras me avizoran seres tétricos.
Únicamente al final de mi triste deambular, cuando llego al escenario donde perdí la vida, cuando siento el PÁNICO CERVAL definitivo, el vértice del terror más absoluto al verme a mí mismo muriéndome de forma pavorosa dentro del coche, es cuando me doy cuenta del dramático destino que me espera. Entonces, tengo el tiempo suficiente para rumiarlo mientras se me secan los ojos y el alma: el dolor lo mastico concienzudamente mientras me quemo en el fuego del vehículo, mientras siento como mi carne, sufriendo un dolor horroroso, es consumida por las llamas, mientras capto la miserable realidad que me espera una y otra noche, sin perdón de Dios, a quién yo tanto he ofendido en vida.
Pero entonces, cuando me siento morir, casi inmediatamente y de forma trágica, sin dejarme tiempo para grabar en mi memoria ninguna idea reveladora o liberadora, pierdo el sentido sin saber cómo ni por qué. Y a continuación, como si apenas hubiera transcurrido un segundo insignificante, un segundo infame, empieza de nuevo, sin descanso, sin piedad, la pesadilla a perpetuidad, el camino de vuelta al tormento en el que está recluido mi alma.
Ahora mismo, en este preciso instante, inmerso en un sufrimiento indescriptible causado por las quemaduras, estoy empezando a sentir esa sensación, dulce y amarga al mismo tiempo, alegre y penetrante, miel y a la vez hiel, de la pérdida próxima e ineludible de mi conciencia. Sé que estoy a punto de perder el sentido, y lo quiero perder, porque tal vez, en esta ocasión, me sobrevendrá el Descanso Eterno, el Gran Sueño, porque tal vuelta así acabará el dolor.
Pero a la vez, sé que no será así, estoy completamente seguro de que no será así. Antes al contrario, acto seguido la rueda infatigable de mi Vía crucis me aplastará implacablemente. Sin desmayo acudirá a mí, dispuesto de nuevo a aterrorizarme y mostrarme los horrores del Averno, el sufrimiento a perpetuidad.
¡No! ¡No quiero perder el sentido! ¡Lucharé contra la pérdida de mi sentido! ¡Tengo que mantenerme despierto! ¡Policías!… ¡Ayudadme! ¿Por qué no me miráis? Estoy… ¡aquí! ¿Acaso no me veis? ¿No os dais cuenta de que estoy a punto de… desmayarme… de morir? Me siento débil. ¿Dónde estoy…? Casi no me veo. Me estoy hundiendo en un agujero tétrico… Las piernas me fallan… Bomberos, arrojadme agua… ¡de las mangueras! Os lo suplico… Ayudadme… si conserváis… una brizna… de humanidad. Apiadaos de… mi existencia… desventurada, porque… me caigo…, me caigo… Todo es… cada… vez… más hondo. Me siento… desfa… desfallecer… Las pier… las piernas… Todo… es… oscuro… oscuro… oscuro… Pierdo… el… sen… sen… s… s…
EPÍLOGO
¿Habéis sentido alguna vez el miedo más terrible de todos? ¿El del auténtico, el único, el inefable PÁNICO CERVAL en mayúsculas? ¿Ese miedo que estremece todas y cada una de las fibras de vuestro cuerpo porque en ese fatídico instante intuís con total certeza que la muerte, una muerte horrible, inevitable, os llegará inmediatamente y nada podréis hacer para evitarla?
Yo sí que lo sentí, y fue tan profunda y absoluta esa sensación que hoy todavía no se me va y me domina de forma abrumadora, dejando mustio y apagado mi espíritu, como si fuera la piel de un cuerpo que se ha tensado excesivamente por la abundancia de grasa y ya no puede volver a ser como era antes.
Todo empezó una noche de hace mucho tiempo. Tanto tiempo, que ya ni recuerdo…