Y la iguana sonreía…
La piel quemaba, literalmente, se fundía. El calor era extremo, yugo para el cuerpo, y el sudor pegajoso, viscoso, le inundaba la cara. La selva olía a tierra, a orquídeas, a agua, a vida. La selva era tierra y agua, con su humedad penetrante, asfixiante, y era vegetación tupida y sin fin, e insectos de todas las especies, colores y tamaños, más grandes que en otras partes, y era también los mil y un chirridos variados de sus habitantes, un concierto disonante sin batuta ni director al que se acababa uno acostumbrando a la fuerza. Bajo el cenit del inclemente disco solar, resguardado a la sombra de un mango, Ezequiel Lozano Galindo, antes Kadar Ibn Bahel, antes Bâhir al-Safrani, aguantaba la canícula como podía mientras esperaba a un operario del Canal, un pecoso con mirada de ratón. El cuarterón se hacía de rogar, el calor abrumaba y la sed amenazaba con rasgarle la garganta, con dejársela como el esparto. Su cuerpo entero se secaba como el esparto. Ya era esparto. Rasposo y punzante. Hiriente.
Y, mientras tanto, a cada segundo de tan interminable espera, maldecía a Penélope.
Ella, ¿dónde estaría? ¿Sudando como él, con un sudor pringoso que se deslizaría sobre su piel sedosa, mientras su mejor e íntimo amigo Plácido Balmes, seductor y deseoso, le hacía suavemente el amor? Ay, recordó que sus jadeos eran música de Wagner, sus caricias terciopelo carmesí, y el triángulo rizado de su entrepierna una almeja tierna y melosa, con su concha rezumando un zumo que era un néctar de dioses que solo contados humanos podían saborear. Plácido la conocía tanto como él. La experiencia dicen que es un grado, y él ya atesoraba seguramente más de un grado. Ambos tenían por cierto que no había que hacérselo demasiado deprisa; lentamente, se le arrancaban las mejores notas, en un allegro con fuoco sublime y bellísimo; lentamente, las dulces caricias sobre la superficie ondulante de sus caderas cimbreantes, verdaderas colinas del placer, sabían a gloria bendita, a maná que bajaba del cielo como un inesperado regalo de dioses, para terminar con un in crescendo furioso en un finale allegro giusto e maestoso. Ezequiel Lozano cerró los puños con rabia y oteó al infinito con ojos desafiantes. Ahora era su rival, su mejor amigo, quien disfrutaba de ese extraordinario placer, quien lo degustaba con delectación, quien presenciaba como el néctar de dioses le chorreaba por los labios en gloriosa cascada de espuma, quien exhalaba suspiros de placer y de éxtasis, mientras que a él… le quedaba el olvido.
El olvido, y también los celos y el rencor.
¿Era la suya una historia original? No, al menos al principio no lo fue. Se trataba de la historia de siempre: chica deja chico y se va con otro, precisamente… su mejor amigo. Hasta aquí digamos que todo normal. ¿Variaciones que la hicieran más entretenida? ¿Más original? ¿El amante despechado mata a continuación al amigo traidor? No, qué va. Él era pacífico, amante del placer y de la vida, de la amistad y del amor. No mataba por nadie ni por nada, solo faltaría eso, pero estaba claro que se enojaba. Y mucho. Y pensaba que hay muchas formas de matar, incluso sin matar, que tal vez es la mejor forma de matar. Solo había que averiguar cuál era la mejor forma de hacerlo. No, averiguar no, mejor dejarse llevar, que el instinto funcionara libremente, que para ello existe. Los labios de Ezequiel esbozaron una sonrisa tragicómica. Se dijo que los seres humanos son una mezcla de instinto y racionalismo. En algunos domina más la razón, y en otros el instinto. Él suponía que era de los segundos, mal que le pesara.
Mientras tanto, la selva quemaba, el sudor le resbalaba por la piel y dejaba en sus pliegues oasis que sabían a almendras amargas. Y el bracero, el guatemalteco flaco y taciturno, con la cara llena de pecas de viruela y un flequillo pajuzo que le caía en cascada, seguía sin llegar. Aunque, ¿no había ido él allí a por ella, a por Penélope? ¿O no había sido así? A Ulises su Penélope le tejía una túnica interminable mientras sus pretendientes esperaban, ansiosos, pesados, exigentes. Y entonces el marido llegó por sorpresa, hizo maravillas con el arco de fresno, con cuya cuerda dibujó parábolas de venganza, y con las flechas de su carcaj repleto de amor repartió odio y amargura por doquier, porque no hay amor sin odio ni odio sin amor.
A él también su Penélope le había tejido una túnica, pero de tela de araña, fina y al mismo tiempo sólida, muy apta para su fin, cómo no, diabólico. Se dijo que los hombres son como las moscas, muy fáciles de atrapar, sobre todo cuando quien reta a los dioses con su arrogancia, Aracne, les lanza su red. Penélope era una diosa en todos los sentidos. ¿Descripción que lo demostrara? No valía la pena hacerla. La palabra diosa ya la había descrito en todos los sentidos, con todas las acepciones posibles, y las palabras siempre eran prosaicas. Incluso en verso. ¿Se podía describir la belleza majestuosa de una puesta de sol en el cabo Sunión? ¿O el inmenso chorro de agua cayendo por la cascada inmensurable, inagotable y abrumadora del Niágara? Estaba claro que sí, que los humanos lo intentaban a menudo, fueran poetas, prosistas o dramaturgos, aficionados o profesionales, novatos o veteranos, y siempre presumidos y vanidosos, pero en todos los casos se quedaban cortos. Ni el mejor poeta sabría hacerlo bien ni llegaría a duras penas con sus metáforas, sinécdoques y giros rebuscados y retorcidos a recrear el treinta por ciento -¡qué treinta, ni uno siquiera!- de la emoción que se podía sentir al contemplar las maravillas de la Naturaleza, y Penélope era una maravilla de la Naturaleza. La quintaesencia de la Naturaleza. Sencillamente, sobraban las palabras. No había que perder el tiempo con ellas.
Ella era la personificación de la bella Aracne… antes de ser transformada en araña por Atenea.
Una araña cruel, pues ¿qué araña no lo es?
La vieron por primera vez, Plácido y él, en la barra del Calypso. El Calypso, igual que todo bar, cafetería o pub que se preciara en la Ciudad de Panamá, era un lugar de confluencia de prostitutas, que abundaban en Panamá, país de paso, como las moscas en un estercolero. Iban a la busca del americano, y del español, y del panameño, y del francés… Iban a por quién se les ponía a tiro y les aflojaba sesenta dólares por un servicio. Él, claro está, pensó en el acto que era una fulana. De categoría, de excelsa categoría, pero del gremio al fin y al cabo. ¿Cuánto pediría? Le susurró a Plácido que no bajaría de cien. Que los valía. Vaya si los valía, y doscientos también, pero su amigo calló.
No acertó ni un ápice cuando la abordó a bocajarro, con la indirecta más tonta que se le ocurrió, “¿eres colombiana?”, porque a las primeras de cambio dejó muy claro que no quería nada de él. Ezequiel se quedó de piedra. Vaya, no todas mercadeaban con su cuerpo. Igual era la excepción que confirmaba la regla, pero el caso fue que, mientras su corazón latía más deprisa, se dijo: mucho mejor. Una mujer por dinero es solo carne. ¿A cuánto el kilo? ¿Por cada teta veinte dólares? ¿Y por lamerte la papaya? Y ella, por favor, que sean treinta y, con mohín de ofendida, silencio a la última pregunta…
Bueno, el caso era que con las rameras no había emoción.
Él era precavido y educado, así que desde su taburete de cuero gastado de chivo le musitó con aire afable: disculpa, no queríamos distraerte, pero puesto que estamos aquí haré las presentaciones. Mi amigo se llama Plácido, y yo Ezequiel. Hoy hemos tenido un día muy atareado en las nuevas obras del canal, ¿qué calor que hace, verdad? Y, mira por dónde, pretendíamos tomar una copa a la fresca del Calypso, sin molestar a nadie.
Dicho eso, se calló. Le tocaba a ella. ¿Qué haría? ¿Qué diría? Igual no se dignaba ni contestar. Tal como iban las cosas, era lo más probable. Pensó por un instante que podía oír los latidos de su corazón, de tan duramente como golpeaban su pecho.
Entonces, ella pidió al camarero un café very hot y, luego, se quedó mirándolo. Sus ojos del color de la selva se entornaron un poco, como si se dispusieran a despreciarlo. ¿O tal vez a aceptarlo? Y a eso, su corazón bum-bum, bum-bum, bum-bum…
Cuando menos se lo esperaba, sus labios de ámbar se movieron con una entonación casi perfecta, excelsa, ¿cómo si no podía ser?
-Mi nombre es Penélope.
¡Ah!, no los había echado de su lado. Todavía había alguna esperanza. ¡Aquello era una pequeña victoria! Pero de repente, ella le sorprendió de nuevo:
-¿Qué hacés en el canal?
¡Le preguntaba a él directamente! Estaba al lado de su amigo pero la dirección de sus ojos no dejaba lugar a dudas.
-Eeeeh… Ambos somos ingenieros.
-¿De qué país procedés?
-De España, concretamente de Alicante -mintió el egipcio llamado ahora Ezequiel.
De nuevo, ay, sus ojos selváticos parecieron menospreciarlo. La mención de Alicante solo había servido para arrancarle una evidente desaprobación. Y además, ¿acaso su acento no cantaba a las claras que no podía ser español? ¿Acaso su rostro oliváceo, sus cejas pobladas y su bigote negro y espeso no lo ligaban al mundo árabe? Su voz se hizo pausada, parsimoniosa, como si le costara un esfuerzo enorme hablar. Las mujeres hermosas se cansan pronto de hablar con sus admiradores. Porque son demasiados y eso, lógicamente, cansa.
-¿Alicante? -En sus labios flotaba una sonrisa irónica-. Me suena, pero… ¿Por dónde queda?
Por la entonación, parecía como si lo supiera, así que ¿por qué lo preguntaba?
Ezequiel se lo explicó mientras Plácido permanecía callado: en la costa levantina de la Península Ibérica, a orillas del Mediterráneo, con un clima fabuloso pero seco, casi árido, se trataba de una ciudad mediana y muy apañada que en parte vivía del turismo, con playas maravillosas, abiertas y de aguas cálidas, con una oferta gastronómica increíble en la que brillaban los arroces, con gente abierta y bulliciosa aunque un tanto superficial y bla, bla, bla. (Solo había estado allí una vez, cuando le invitó Plácido, que sí que era alicantino, para veranear una quincena de días y de paso conocer algo la península ibérica, pero pensaba de veras que era una de las mejores urbes del mundo para vivir, aunque tampoco se trataba de darle bombo y platillo.)
De repente, cuando ya se hacía ilusiones porque creía que lo peor había pasado, el zapatazo arisco, tremendo:
-Niño, ha sido un placer conocerte, pero ahora me tengo que ir.
Y desapareció de prisa corriendo.
¿Cómo? Plácido y sobre todo él se quedaron parados como estatuas. ¿Así, de forma tan simple, se acababa todo? ¡Adiós a la historia de amor que ya se había forjado en su mente febril! Él, que lo había pintado con el rojo de la pasión, se encontraba con el negro de la decepción más cruel. ¡Aquello no podía ser cierto!
Pero sí que era cierto. Allí se acabó todo… aquel día.
Decepcionado lógicamente, pero negándose a que su entusiasmo disminuyera porque creía que las desilusiones no tienen que vencer a las personas, sino más bien al contrario, hacerlas más fuertes, olvidó sus teorías sobre la carne y la prostitución y pactó un precio con una colombiana de generosos pechos. Sesenta dólares. Podría haber sido más barato, pero los regateos agotaban y él ya había llegado agotado. Plácido no quiso saber nada y se fue con cara meditabunda. O Penélope lo había deslumbrado o no estaba para desahogos ni emociones, por muy light que fueran. Ezequiel subió con la sudamericana y sus tetas tremebundas a una habitación del hotel Metrópolis, justo frente al Calypso. No era cara ni, obviamente, tenía grandes comodidades, pero al menos olía a limpia. A Ezequiel la suntuosidad y la opulencia no le quitaban el sueño, la limpieza sí. Pocos minutos después, ya en plena faena, se dio cuenta de que aquella papayúa en la cama ni fu ni fa. En eso de abrirse de piernas eran todas iguales. En China y en Panamá, en Luxor o en Nueva York. Claro que ellas dirían de los hombres que siempre van a lo mismo, y que por lo tanto en el fondo también eran iguales y ni siquiera tenían el recurso de decir que unos eran más iguales que otros. Pero era cuestión de criterios, y como era él quién lo contaba, su versión era la que prevalecía. Faltaría más. O sea, pues, que todas las mujeres eran iguales a la hora de la verdad.
Bien, se dijo casi a su pesar, todas no. Penélope debía ser una excepción. ¿O era una quimera? ¿La volvería a ver?
Al día siguiente no se presentó en el Calypso, y eso que tenía toda la intención de ir. Pero las obras de ampliación del canal las dirigían americanos, y ya se sabía: con ellos todo era trabajo y profesionalidad a raudales. Si les fallabas estabas perdido, y no habían ido tan lejos como para permitir que les despacharan con el típico despido indigno y baboso: Spanish lazy!
Pero al segundo día estaba allí. “¿Dónde vas?”, le preguntó Plácido. “A la ciudad, por encargo de Mr. Winston. Tengo que supervisar un envío de cables”. Era cierto -lo que le había costado conseguir ese encargo-, pero, ¿se lo creería? Allá él. La amistad ya tambaleaba. No había nada como una mujer para romper amistades de toda la vida. Pero una mujer especial, ¿eh? Pecado tan grande solo les estaba permitido a mujeres como Penélope. Afortunadamente, de ellas había muy pocas, porque en caso contrario la amistad entre hombres sería una entelequia.
Con un pitillo de la marca Dunhill, suave y aromático, muy femenino, con una copa en la mano de Martini blanco con la obligada aceituna verde, ella parecía no haberse movido de la barra del Calypso en esos dos días. Y también parecía -él quería auto convencerse-, que le había estado esperando. Que había ido allí a por él y por él había aposentado su mullido trasero en el taburete de chivo. Estaba claro que el amor sin las ilusiones no era nada. Eran éstas las que creaban el amor, ¿o más bien al revés? Pero al grano: ella estaba allí, y él también estaba. ¿Hacía falta algo más? La vida es más sencilla de lo que la gente se empeña en creer: un hombre y una mujer y basta.
Fue él, como correspondía, quién abrió el fuego.
-Hola, Penélope.
-Hola, Ezequiel -sus labios entreabiertos, rotundos, húmedos, eran un hechizo. Y bajo sus párpados se filtraba un brillo levemente divertido.
-No me habías dicho de dónde eres.
¡Una sonrisa! ¡Le sonreía!
-Soy panameña. Nací apenas a un par de kilómetros de aquí.
Él lo negó tímidamente con la cabeza, pero sin decir ni jota, y a saber qué pensaría ella. ¿Estaba acusándola de mentirosa? Pero no podía ser panameña, puesto que las diosas no son de ningún lugar en concreto. Venían del Olimpo, no de La Tierra, y acudía al Calypso en sus horas de asueto. Lógico, teniendo en cuenta que la diosa Calypso, hija del Titán Atlas, tentó a Odiseo con la inmortalidad. ¿Sería él el próximo Odiseo? Y por si fuera poco, también lo indicaban sus ojos, tan verdes e infinitos que se sumergiría en ellos para navegar a los confines del universo. Aunque, ¿para qué tanto universo? Le bastaría con una isla, pequeña, redondita y perdida en medio del océano.
Después de ese preámbulo vino una conversación corta pero intensa, unas miradas que lo decían todo, un acercamiento gradual que solo acabó cuando sus labios se fundieron en un solo, cuando su lengua serpenteó con la suya…
En la cama del hotel Metrópolis sí que fue panameña, porque fue Panamá entero quién le dio la bienvenida, ¡y de qué forma! Sinceramente, él todavía no había llegado a aquel país centroamericano a pesar de estar allí unos cuantos años hasta que no empezó a hacerle el amor. Ella fue la cadencia lenta y la sensualidad a flor de piel de las panameñas, la calidez del clima, la exuberante vegetación, el aleteo de las mariposas azules, el vuelo multicolor de los fastuosos colibríes, la espeluznante erupción de un volcán al crepúsculo…
Todo eso era ella.
Le besuqueaba los contornos rizados de su velludo triángulo de fuego y le decía: mándame y te obedeceré, soy todo tuyo. Y ella le sonreía con su boca perfecta, con sus dientes diamantinos con los cuales podría herirle de muerte si se lo hubiera propuesto, porque él se había abandonado por completo a su capricho y voluntad.
Cuando por la mañana se despidieron, en su cara había un extraño rictus amargo. ¿Por qué? Ezequiel prefirió pensar que era por la despedida. Toda despedida de alguien apreciado, o mejor, amado, es dura. Porque era por eso, ¿verdad? Él mismo dudaba, se reafirmaba, dudaba, se reafirmaba… pero se calló. A fin de cuentas, habían quedado para el día siguiente y ese rictus, seguro, ya habría desaparecido. Se habría convertido en algo pasajero, fugaz, destinado al olvido.
Pero al día siguiente, ay, al día siguiente, cuando habían quedado citados en el Calypso… no apareció.
La esperó toda la mañana, y volvió a la tarde, y pasaron las horas… y ella no apareció.
Volvió al día siguiente a la mañana, y a la tarde, y pasaron las horas como plomos… y ella no apareció. No, no apareció. Ni siquiera al tercer día, como mandan los cánones, apareció.
Preguntó en el hotel y en el Calypso si la habían visto, y entonces se dio cuenta de que no sabía nada de ella. Su nombre, ¿y qué más? Nada. Por no tener de ella no tenía ni su número de móvil. Se sintió un perfecto imbécil. Las caras de besugo que pusieron los interrogados por su ansia se lo reafirmaron: era un imbécil, un ingenuo que entonaba la salmodia triste de los enamorados sin amor, de los despechados arrojados al abismo del desconsuelo.
Ezequiel llevaba tres noches sin dormir, con Panamá en fiestas bajo un cielo nacarado. Se dice que en verano todo bicho vive, y como en Panamá siempre es verano, vaya si aquí todo bicho -y la gente- vive. Y respira. Se podía respirar el son de las cumbias y los tamboritos, la alegría desbordada -de los otros-, su movimiento incesante, el frufrú de sus vestidos livianos y translúcidos, sus deseos a flor de piel, sus miradas lascivas, los abrazos furtivos, los jadeos desaforados en el fragor de la noche. Él también respiraba y se movía. De aquí para allá, de allá para acá, empujado siempre por el deambular del sol o por el viento errante de las estrellas bramando entre las magnolias y los ficus. Sin rumbo, no había norte ni sur, ni este ni oeste. Los puntos cardinales se habían difuminado en las penumbras del ron añejo, entre el humo de los habanos, la ciudad no tenía límites ni fronteras y sus pies eran el alivio del alma. Tal vez el cansancio alejaría el pensamiento. Tal vez sin el pensamiento se alejaría Penélope de su mente enfermiza. Tal vez las mil y una caras distintas que veía por las calles que pisaba sin rumbo le alejarían de él mismo. Quién sabía. Porque ése era su anhelo secreto. La tristeza invadía cada uno de los poros de su piel y de su ser, y por eso lo mejor era que su propio ser se alejara de él mismo. Con él también, eso pensaba, se iría la tristeza. Desaparecería en la nada.
Al cabo de tres días que habían sido un año, con las correspondientes noches de luto sin pésame y amargura sin fin, asqueado de todo, de todos y de él mismo, con la amargura flotando sobre su pálida piel, Ezequiel Lozano, antes Kadar Ibn Bahel, antes Bâhir al-Safrani, volvió al trabajo. El canal era una lengua de agua, cemento y acero que enriquecía a los panameños porque abría el mundo de par en par, y el mundo se lo agradecía con fajos verdes amontonados a puñados. Fajos que no olían a verdor, sino a buitre. Desde mucho antes de Torrijos y Noriega había muchos buitres en Panamá. Siempre voraces.
A orillas del canal, de la selva esmeralda, densa y apretujada, llena de agua y de vida que vivía y moría a todas horas, Ezequiel se debilitaba y se sentía morir. Aquel día hacía mucho calor, puro bochorno, el sol descomunal destellaba en toda su plenitud y envolvía su piel con un manto caldoso, y el cuarterón manchado no llegaba con ningún bendito mejunje que le humedeciera las entrañas y apagara el rescoldo que las consumía lentamente desde que la diosa le abandonó.
No podía dejar de pensar en algo fundamental: Plácido había desaparecido. Se lo había tragado la Tierra hacía también tres días. Justamente tres días, curioso, ¿verdad? Y solo había dejado atrás una nota escueta, una confirmación funesta, terrible, asquerosa: amo a Penélope.
Con él, que acababa de llegar, y con Plácido desaparecido, Mr. Winston estaba que echaba chispas. Fuck you! Eso era lo más suave que había salido por sus fauces de Gargantúa ofendido, y mejor no decir qué era lo menos suave. Suerte que los tres días anteriores habían coincidido con la fiesta de la ciudad, si no ya les habría echado con cajas destempladas y sonrisa cínica. A los dos.
Ezequiel lo tenía bastante claro: la conciencia de Plácido, hecha puro carbón, negrura satánica de donde surgía un brasero con la forma de un corazón malvado, lo había impelido a huir. Con Penélope, estaba claro. Con la diosa Aracne, la diosa de sus días y sus noches. ¿Con quién si no? Y a él le habían dejado el sufrimiento. Malditos los dos por siempre jamás.
Una gota de sudor le resbalaba por la frente. Sudor panameño, denso y repelente, sangre de su alma, que se quedaba enjuta, estéril. Ezequiel se la secó con la palma de la mano. De repente, sonó el rugido llameante de un depredador. Ya habría dejado de acechar a su presa y estaría persiguiéndola, pero la presa no tendría miedo y correría. Si tuviera miedo no podría vivir. El miedo sería tan omnipresente que no la dejaría ni respirar ni moverse.
Y en eso, mira por dónde, apareció Plácido.
Venía hacia él con una expresión furibunda en el rostro. Hecho un demonio, una flama andante que incendiaba el camino. ¿Qué llevaba en una mano? ¡Un cuchillo! ¡Insensato! La rabia le dominó, le cegó. Cogió la silla y cuando se le acercó se la estampó en la cabeza, pero él antes, muy rápido, le había arrojado el cuchillo al cuerpo. La distancia era corta, pero la ira y la fuerza eran largas. Notó como el gélido acero cortaba y penetraba en su carne, sintió un dolor agudísimo en el hombro derecho y después ya no advirtió nada. El combate había terminado para él. Todo se le hizo oscuro, negro como la noche más negra, unas tinieblas frías sobre las cuales flotó por fin libre y feliz.
Adiós, diosa mía, fue lo último que se dijo.
Hablando de negro, los hospitales deberían de estar todos pintados de negro, hasta la bandera. Porque en ellos la gente se muere. Y la muerte es oscuridad, la ausencia total de color, la ausencia pues de la vida, que es color. Pero el hospital adonde le llevaron era blanco como la leche. Y la leche es símbolo de vida. La vida desea la muerte, la busca a cada suspiro, a cada segundo la codicia, y por eso los hospitales no los pintan de negro sino de blanco, puesto que en ellos la vida lucha a cada instante porque su deseo innato, natural, se retarde, aunque no se detenga.
Él no deseaba la muerte. Aunque hundido en las penumbras de la más cruel de las depresiones, los poros de su piel destilaban vida, porque ansiaban vivir, no, vivir no, sobrevivir. Esa idea cavaba hondo en su interior, porque al final el cuchillo solo le había herido en un hombro, pero Aracne le había picado en el corazón, y su veneno era mortal.
Vino un policía, de unos cincuenta años. De pómulos prominentes y ojos pardos, lucía un bigote muy estilizado, que se movía conforme articulaba las palabras. Eso le hizo gracia, ¿tendría que rascarse cada dos por tres de tanto hormigueo?, pero no se la hizo lo que le dijo: su amigo pilinqui, o sería mejor decir su no-amigo, ¿o no?, también está herido. Pero usted es un arrabalero que casi le rompe la cabeza con la silla. ¡Menudo soplamoco tiene en la cara! ¡Por la Flor del Espíritu Santo! ¿Tenía algún motivo el ahuevado para desear clavarle un puñal?
La forma con la que hablaba casi le provocó una risotada, pero se contuvo a tiempo y se calló. ¿Qué le podía responder? ¿Que no entendía nada? ¿Que si alguien tenía motivos para clavar un acero era él? Realmente, desconocía qué había pasado. Para él, que Plácido se había vuelto como una cabra subida a un argán. Pero a saber por qué. Él también se había vuelto un poco cabrito -cualquiera no con su historia para no dormir-, así que no lo podía comprender. Ni tampoco a Plácido. Caramba, ¡él tenía a Penélope! ¡La locura por amor correspondido no proporcionaba ansias de matar! Al menos, que él supiera. Ahora que, lo confesaba, ya no sabía ni entendía ni jota. Bueno, sí que sabía que el mundo seguía moviéndose. Madre mía, si se parara.
Entonces, desde su habitación del hospital, medio erguido en la cama y en silencio, vio la iguana, justo detrás del funcionario. Inmóvil en la base de una reluciente guayaba plantada en un rincón del jardincito del hospital, no como su sacre, siempre surcando los cielos. Estaba contemplando las vendas de su hombro desde su alcurnia de millones de años durante los cuales había hecho siempre lo mismo: capturar insectos y comérselos con su apetito desmesurado. Pero si la iguana sonriera le haría rico. Podría mostrarla al público, diciendo: sonríe, y él se forraría. ¡Es única, no hay otra igual en el mundo mundial! ¡Vengan a verla! ¡Por tres dólares! Y la gente agolpándose, y él contando billetes uno detrás de otro, sin parar. Solo que la iguana estaba triste y quieta, hecha un pasmarote sobre su mullido lecho de hojas, y él también estaba muy triste y melancólico. Otro pasmarote. La cosa iba de pasmarotes. Por él, por su no-amigo, por la puta vida. ¡Malditos los frijoles que le daban todos los días! ¿Es que no sabían hacer otra cosa los panameños? ¡Y encima sin sal ni chile! Los hospitales no sabían ni de sal ni de chile. Menuda ñoñería. Y la iguana, la muy pendeja, ¿es que no sabía sonreír? Finalmente, se atrevió a preguntar: ¿dónde está Plácido?
Eustaquio Cienfuegos -ése era el nombre que aparecía en la tarjeta de presentación del policía rumboso- enarcó las cejas, tan remiradas como el bigote, que contrastaban con su torso tosco, de descargador de muelles. Por un instante, Ezequiel Lozano, antes Kadar Ibn Bahel, antes Bâhir al-Safrani, pensó que no le iba a contestar. No tenía sentido preguntar por el enemigo a menos que uno quisiera alejarse de él lo máximo posible. Eso dice el sentido común.
-Se encuentra aquí mismito, en el hospital pero en otra ala. Comprenda que no podíamos tenerlos juntos. Ándele… ¿pos no se me iba a pelear otra ves con su compadre? ¡Solo les falta una balasera! ¡Con tiros a diestra y siniestra! Mejor cuídese, no vaya a darle un patatús y, además, mire por dónde, yo no quiero por ná del mundo otra ponchera como la que organisaron. ¡No les quiero ver mellados! Por Dios, ¡ustedes son como gallos de pelea! ¡Siempre a la gresca! Y mire por dónde, pos eso, que las heridas se tienen que sicatrisar…
-Vale, veo muy bien que no quiera más jaleo. Seré buen chico y pacífico como el mar -contestó escuetamente Ezequiel al tiempo que contraía la mandíbula para no romper a reír. ¡Aquel tipo tenía la misma voz que María Callas! Y para más inri, con el deje cantarino típico de todo panameño de pro, argot incluido. Solo le faltaba el spanglish. Sin comedimientos: para descojonarse.
-Pare el carro, hijo -apostilló el oficial desde su uniforme verde oliva al que solo le faltaba la docena de medallas que atesoraría-, que igual me lo acabo creyendo. Pero ¿entonses no me quiere contar ná? ¿Algo sabrosón? ¿Aunque sea pá rellenar el papeleo?
De hijo de él nada. Su padre, de infausto recuerdo, era Musim Ibn Umayya, y hacía años que, por suerte, no lo veía. Sus desvelos y sobre todo sacrificios, amén de la ayuda de su querida madre, le habían costado. Después de un largo silencio, secreteó:
-Le confesaré algo: la cosa va de amores.
Cienfuegos se atusó las puntas de su bigotillo-hormiguero de criollo emperifollado al tiempo que ponía la típica expresión del “¡lo adiviné!” y, claro, lo soltó:
-¡Fine, viejo! ¡Ya sabía yo que usted estaba quemado!
Ezequiel puso cara de bicho raro. El policía se vio obligado a explicarse.
-Sí, quate, quemado es cuando la mujeranga de uno le ha traisionao con otro, espesialmente amigo o pariente. Fíjese por dónde, que antes de venir ya me lo insinuó mi parienta. Let’s see, chichi, me indagó muy melosa, ¡esos dos están más selosos que tu mara de rejeros zarrapastrosos, que se quedaron con dos palmos de narises cuando te me llevaste pal huerto la noche de los Fieles Difuntos!
-¿De veras? -Ezequiel no salía de su asombro, ¡qué lista era la mujer de Callas! ¡Y él también! ¡Mira que aprovechar el bullicio de Todos los Santos para desvirgarla!
Cienfuegos tuvo que darse cuenta de que se había pasado un pelín contando intimidades, porque rápidamente se excusó:
-Disculpe, señor mío, mi comandante ya me dise cá dos por tres que no debo mezclar mi trabajo, que es un ofisio muy digno, con las cosas de la familia, que también son muy dignas pero que no tienen ná que ver. Al grano. ¿Algo más que declarar? ¿El nombre de la cuatrera que se agensió? -preguntó mientras tamborileaba su Bic con la punta tan mordida que más parecía la punta afilada de un lápiz que de un bolígrafo propiamente dicho.
-¿Cuatrera? ¿Eso no significa buscona?
–Eeeeeh… ándele, viejo. Disculpe otra ves, no sé en qué estaría pensando, quería desir su novia legal y tó eso.
Ezequiel se encogió de hombros. Ni él mismo entendía cómo había podido ir con una mujer, enamorarse de ella a las primeras de cambio, y luego no tener ni pajolera idea de su nombre. Más tonto que Abundio, que se fue a vendimiar y se llevó uvas de postre. Así que, ¿cómo lo iba a entender el oficial?
Ante su silencio, aquél insistió:
-¿Cómo? ¿Me dise que no lo sabe?
-Eeeeh… Así es…
-¡Tate, Virgen Santa! ¡De ésta que me voy patrás!
Ezequiel echó un fugaz vistazo a la iguana. Le pareció ver, cosa curiosa, que sonreía. ¿Quién no? ¿No era gracioso oír a un policía decir que “se iba patrás”?
-Compréndame, agente… -suplicó con gesto enternecedor.
-Venga, güey -aceptó Cienfuegos al tiempo que le alargaba otra tarjeta con su identificación por si no tuviera bastante con la primera-, asín como quien dise pos que me voy y ya sabe: cualquier novedad me la suelta, que pá eso estamos, pá que todo vaya bien. Cuídese, you know, y no se me meta en berrinches. Hágase a la idea de que su amigo es un perrón, échele nomás un cerrojazo a sus sentimientos y ganará en salud y en cash.
¿Quién había dicho que le faltaba el spanglish? Y luego, el sonido blando y esponjoso de los tacones de sus zapatos mientras se iba le decepcionó. Era demasiado remirado y elegantón para ser un policía, y la voz atiplada no le pegaba ni con cola. Los policías debían ser más duros, de piedra o de metal, a ser posible de hierro, aunque a saber cómo era en realidad. Su mente no estaba para trotes, y quién sabía si era una mezcla de Dick Tracy y Rambo. Pero ese hombre también debía de estar decepcionado. De él no había recibido ninguna respuesta satisfactoria, convincente. Sus silencios de largo recorrido, sus interjecciones de brevedad imposible, sus explicaciones inverosímiles lo habían desarmado, su pistola solo era un adorno inútil: para intimidar a las putas y los fanfarrones, y vale. Mejor forgetearlo.
La noche se le cayó encima, y asomado a la ventana, mientras la luna de azufre le abrazaba, mientras respiraba la esencia de la guayaba, no podía dormir. El hospital es el perfecto refugio de las horas calladas, blandas y grises, durante las cuales la sangre habla ofendida y la gente se hunde cada vez más en su particular vacío, denso y profundo. La mano del cuchillo era, evidentemente, una mano equivocada. ¿O la evidencia no era tal evidencia? Las pasiones extremas son océanos: largos y anchos, inmensos e indomables, donde no hay nunca nada seguro salvo la locura si no se sabe parar a tiempo. Pero había que saber. La verdad estaba allí, al alcance, como una ola impetuosa, y él tenía que buscarla y encontrarla y domarla como intrépido surfista.
Al día siguiente hizo lo que tenía que hacer si no quería volverse más tarumba de lo que ya estaba. Primero, hacer de tripas corazón: endurecerse, mentalizarse, modelar la ira si es que ello era posible; segundo, Plácido. Buena mescolanza.
-¿Why? -le preguntó a bocajarro, con aire amenazante, con ojos como brasas, cobalto en la mandíbula, las venas hechas virotes.
Plácido, con la cabeza vendada -parecía una momia-, le miró con uno solo de sus ojos a través de la gasa de lino y rezumó tragedia. Él debía de semejarse, por fin, a alguien de su raza, algo así como un jeque bereber embozado de pies a cabeza. Pero ¿otra fatua? ¡Qué pesados! ¿Estaría pensando Plácido en levantarse de su cama, aunque fuera de mala manera, para arrojarle el primer objeto contundente que encontrara a mano? ¿Tal vez el cuchillo de plástico de su bandeja de comida sin sal sin color sin sustancia? Daría para reír si no fuera tan grotesco. Solo Groucho Marx se atrevería a reírse.
-¿Por qué? -repitió Ezequiel con ánimo infinito, porque era como una obligación sagrada sonsacarle la respuesta. No se iría de allí sin averiguarla. Aunque tuviera que contender con armas de chimpampún.
Su amigo, su mejor amigo, pareció calmarse. Respiró con ansia a través de sus labios cuarteados ¿de tanto mordérselos? Aire dentro, aire fuera, aire dentro, aire fuera… Hipócrita. Debía estar calibrando lo que podía decir o hacer, o tal vez tomaba aire para desgañitarse chillando, si es que podía. A fin de cuentas, posiblemente le había sorprendido la pregunta. ¿Había sido así?
Antes de responder, giró por un instante su cabeza, y entonces los dos la vieron. La iguana había cambiado de árbol y ahora era un mango el que la cobijaba. Parecía muy seria, con una mirada revirada, y su espalda estaba más encorvada de lo normal. La cosa no estaba para sonrisas ni para perder el tiempo en tonterías.
Plácido se giró hacia él y con frialdad concienzuda le contó de golpe y porrazo, como si tuviera la necesidad vital de desahogarse y le fuera el alma en ello, su historia de amor y pena, de frenesí sin freno pero con fin. Un fin infeliz.
-Sabes que vine a Panamá antes que tú -pregonó.
-Bien, ¿y qué? -se extrañó Ezequiel aparentando parsimonia, cuando por dentro era todo nervios y fuego porque, de repente, había intuido lo que vendría a continuación.
-Penélope y yo fuimos amantes.
La repentina revelación dejó a Ezequiel anonadado, con un déjà vu inesperado. Estúpido, debería haberlo pensado. ¡Era eso! Casi todo encajaba: sus extraños silencios en el Calypso, las preguntas de Penélope solo como por decir algo, su repentina desaparición, con confesión de última hora… Plácido había estado antes que él un año entero en Panamá. Previamente, había presentado su proyecto para el canal, que había sido aceptado y había motivado su posterior llegada, ya que se requería un buen ingeniero (y él lo era). Casi todo se hacía ahora transparente, diáfano, y mientras tanto una enfermera le miraba desde el fondo de la sala con cara de estar burlándose de él. ¿Tenía cara de tonto? ¿De idiota? Le dio la espalda. No era ningún actor y no se encontraban en ningún escenario, y aunque se merecía esa burla prefería la sonrisa exánime de un funcionario.
Plácido, cachazudo, siguió desgranando su cantinela: al principio fue maravilloso, pero un día lo abandonó. Así, sin más. Lo abandonó. ¿Por qué? No se lo dijo. Lo dejó como quien va a comprar tabaco y ya no vuelve más. Sintió que enloquecía y una tarde hizo que él lo acompañara al Calypso. Por si la encontraba. Y entonces llegó y, como si no lo conociera, se sentó en un taburete de la barra a unos pasos de él. Y ni lo miró. Y para remate, solo tuvo ojos para él. Palabras para él. Para Ezequiel, su mejor amigo. Los celos lo consumieron, quería matarle.
Ezequiel entrecerró los ojos. Dubitativo, movió arriba y abajo la cabeza. Se mesó los ralos cabellos que la poblaban. Se dijo que no le engañaba. Se quiso engañar: su amigo era aún su amigo. Y eso significaba que tendría que creerle en todo, pero aun así le costaba. Eso era un casi para el todo,
-¿Y tu desaparición? Tu nota se las traía.
-He estado buscando a Penélope… y a ti.
-Pero he pasado largas horas en el Calypso. ¿No me viste, compadre?
Plácido pareció dudar. Respiró de nuevo la esencia de la guayaba, y al hacerlo respiraba Panamá. ¿Tendría valor para decir que no lo había visto?
-Claro que te vi -le refutó-, y también os vi a los dos entrando en el Metrópolis, y luego te vi deambulando por la ciudad como un sonámbulo. ¿Tal vez te había abandonado? Sin embargo, la primera noche… El caso fue que no tuve valor para…
-¿Para venir a mí con un cuchillo en la mano? ¡Aunque lo has acabado haciendo!
-Reuní el coraje necesario.
Ezequiel estaba perplejo. Ya no sabía qué decir. Si tenía dudas, ya se las había despejado: ella no se había ido con Plácido.
Pero ¿qué había ocurrido? ¿Por qué desapareció?
Y entonces, se hizo el silencio.
Un silencio extraño, precursor.
¿De…?
Echaron una ojeada rápida a la iguana porque les pareció ver algo inusual en ella.
Ahora sonreía.
¿Sonreía? ¿Por qué? ¿Qué ocurría?
Y de repente, la vieron. Sí, pero… ¿era un milagro? ¿Una fantasía para iluminados? ¿O una esperanza para desesperados? Penélope, ¡ella!, estaba en el marco de la puerta, y ésta, lógico, se había iluminado como una farola. Como un sol radiante que lo ilumina todo. Una diosa es luz. Luz para guiar y salvar las vidas ínfimas y oscuras que caen por los precipicios de la desesperanza. Y desde su cauteloso nicho la iguana, por fin, sonreía, e incluso los enfermos sonrieron en ese instante, y la enfermera insolente, y los doctores, y los visitantes, y el mundo entero sonrió, todos a una, un concierto universal de sonrisas bobas. Sin embargo, Plácido era la viva imagen de la estupefacción: boca muy abierta, ojos como conchas, expresión congelada en el tiempo (cabía suponer que como él mismo). ¿Qué hacía ella allí? ¿Venía a reírse de ellos? ¿A celebrar su victoria sobre hombres malogrados? ¿Sobre héroes derrotados por el veneno antiquísimo del desamor? ¿O venía simplemente a aplacar el tedioso enojo que les poseía? Pero para colmo de males había perdido hermosura, las sombras deshilachaban sus ojos de patio de luces, su boca se contraía en un gesto de desagrado sobre una fea e insólita arruga que rasgaba su rostro sobrenatural. Incluso sus pómulos, antaño rosados y tersos, eran ahora cenicientos, tristes. ¿Algún cuervo de trágico presagio rondaba por encima de ella? ¿Algún funesto incidente había resquebrajado su alma inmortal?
-Tan pronto me he enterado, he venido. -A través de sus labios, ahora de fuego apagado, de cenizas, su voz era de enfado, y con sus modulaciones el ramo de orquídeas que llevaba en una mano se bamboleaba y se resquebrajaba, una flor se cayó al suelo-. Ay, niños, ¿por qué os habés peleado? ¡Podríais haberos matado!
Cómo si no lo supiera. Hipócrita. Malvada. Canalla. Les faltaban denuestos. ¿Debían odiarla? ¿No sería mejor que, incluso, desviaran la vista, para mostrarle el desprecio que se merecía? Pero ella, impertérrita, siguió con su discurso admonitorio:
-¡No debés pelearos por mí! (Estaba claro que sabía a pies juntillas lo que había ocurrido. Seguro que el doctor o la enfermera cotilla se lo había contado.) Sé que tenés motivos para estar muy enfadados conmigo. Y sé que me amáis. Lo veo en vuestros ojos, en vuestra rabia. Pero yo -bajó los ojos-, por mis flaquezas y maldades… no puedo estar con ningún hombre.
¡Oh! Sorprendente. No había mencionado ninguno de sus respectivos nombres, sino el genérico hombre. Y era patente que al decir flaqueza se había referido a él. ¿O no? Pero ¿por qué había añadido la palabra maldad? ¡No entendía nada! ¿Qué secreto ocultaba? Tenía que ser a la fuerza terrible. En sus rostros se dibujó la expectación… y el miedo.
Guardaron un silencio molesto, encogido. La sala entera había quedado en silencio. Hasta la iguana se había quedado en silencio -aunque ella no hablaba nunca-. Únicamente la enfermera burlona hacía cómo si no se hubiera enterado y canturreaba una samba. ¿Era brasileña, la muy lerda? Los visitantes compartían de nuevo penas y angustias con los enfermos, y los médicos los atendían cómo si no hubiera otra cosa que hacer en el mundo -bueno, era su obligación-, pero Ezequiel veía cómo todos sin excepción les miraban de reojo. Eso sí, procurando los muy pillos disimularlo. Los despechos de hombre son puro espectáculo -¿o puro sarcasmo?-, que nadie quiere perderse. Forman parte esencial del teatro de la vida.
De pronto, enunciado con un suspiro salpicado de escarcha, la revelación, el sincope:
-Tengo el Sida. Debido a una estúpida transfusión de sangre en una operación quirúrgica sin importancia. La estética me perdió, ¿a qué mujer no la pierde?, y… la sangre estaba contaminada. Por eso os tuve que abandonar. No quería contagiaros. Por favor, perdonadme.
Estupefacción. ¡El Sida! ¿Quería decir eso el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida? Menudas palabrejas. Repugnantes palabrejas. Pero sí, claro, ¿qué otra cosa si no? Al unísono, una lágrima empezó a florecer en cada uno de los ojos de los dos amigos/no-amigos. Cuatro lágrimas de pura aflicción. Vaya, el Sida. Tragaron saliva. Terrible. En qué mala hora. Diminutas bestias inmundas, djinns malvados taladrando su carne, empujando tumultuosamente su maravillosa sangre y apoderándose de ella, chupando su savia con avidez para llevarla a la tumba, a la nada por toda la eternidad, al olvido.
Pero ¿podían morir las diosas? ¿Podían ser olvidadas?
No, las diosas viven y son recordadas eternamente.
Plácido y él se miraron de hito en hito y, en el acto, las lágrimas se detuvieron, paralizadas en las mejillas. Y sin ningún pensamiento, sin ninguna reflexión, ¿para qué?, reapareció su amistad (¿había desaparecido alguna vez?). Adiós a los cuchillos y a las sillas. Adiós a los convencionalismos y al qué dirán. Adiós, sobre todo, a la pena y a la tristeza. A la amargura. Ella estaba allí y la iguana sonreía, vaya si sonreía, y el calor fundía las ideas, y la enfermera lerda, con su sonrisa a lo Hillary Clinton después que le dijeran que su marido se la había pegado, oralmente hablando, con una vulgar becaria, por fin, se había ido. ¿Decepcionada por ver cómo acababa en tragedia una historia de amor a tres bandas? Que la jodieran.
En ese preciso instante, sin palabras, solo con la mirada, supieron a la vez qué debían hacer. Y ya está. Así de sencillo. Fue como si alguien hubiera encendido una bombilla. Las grandes decisiones de esta vida son siempre las más espontáneas, las más irreflexivas, porque en esencia la vida es espontaneidad, puro presente, y el instinto flota sobre ella como las nubes flotan en el cielo. Flotan porque sí, porque si no lo hicieran el cielo no sería cielo, igual que el ser humano sin el instinto no es ser humano.
Nada más salir del hospital, Plácido y él dejaron el campamento del canal y alquilaron una casita en la ciudad con una guayaba enorme en su patio, si cabe más frondosa que la del hospital, con vistas de salitre a la azulada inmensidad del mar de Balboa, ahora manso cordero, ahora un bravo león a pesar de su nombre, y Penélope se fue a vivir con ellos. Se lo rogaron arrodillados delante de ella, y no se pudo negar. A partir de entonces, su casa fue un templo, habitado por una diosa y los insignificantes humanos que la adoraban con un sentimiento puro y virginal, porque antes de ella no había habido ninguna diosa en sus vidas. Mujeres sí, pero no una diosa.
Los optimistas decían que pronto habría vacuna, y que se curaría, al fin y al cabo querían creer que su Sida era O melhor sida do mondo, pero mientras tanto todos los días tomaba un montón de medicinas. Eso era lo único que contaba. Vacuna o no, medicinas o no, las diminutas bestias, de momento, las tenía quietas, y eso les hacía gracia. Todo les hacía gracia. Penélope vivía con ellos -con él-, con ellos se iba de shopping y con ellos cocinaba, veía la tele, oía la radio, jugaban al béisbol y que la sabrosura durara. Y mientras tanto, la iguana, que se la habían llevado a casa, desde el pie de la guayaba, donde retozaba plácidamente, les sonreía a diario.
¿Qué más podían desear?
El salitre les curtió la piel, y el amor incondicional, entregado, les endureció las entrañas. Ella les llamaba sus guardavidas, y ellos a ella Aracne, no por chuparles la sangre sino por diosa (aunque estrictamente hablando, no lo fuera).
¿Cuánto tiempo vivirían así? No lo sabían ni les importaba. Tal vez una eternidad, durante la cual su corazón, un reloj de lujo, les marcaría las horas. ¡Qué más daba! Ella, cada noche, después del Netflix, se metía en una cama distinta, y eso les valía. ¿Celos? No existían porque ya no tenían ni idea de lo que era. Su significado se había borrado en sus mentes. Su amistad y el amor no permitían esas minucias. La cuidaban, y ella cuidaba de ellos: no quería que se metieran acero sino miel, no quería amargura, sino dulzura, y que fueran por siempre jamás sus amigos y sus amantes, su aliento, su vida.
Igual que ella para ellos.
Con todo, y por si acaso, Plácido y él de vez en cuando se hacían la prueba del Sida, además de tomar todas las precauciones aconsejadas por los especialistas (si es que de aquello había especialistas).
Porque al fin y al cabo, ellos no eran deidades sino, simplemente, dos mortales enamorados.
Dos enamorados tan felices que dudaban de que hubiera hombres más felices que ellos en el mundo.
Porque no había felicidad tan sencilla y llana como la de ellos. Una felicidad plena que solo vivía el presente y solo pensaba en los instantes precisos en los cuales respiraban, se movían y le hacían el amor. Lo demás eran fantasías, caminos para una amargura que no querían hollar.
Palabra.
Y si alguien no se lo podía creer, que se lo preguntara a la iguana.
Ella, la más sabia entre las sabias, lo confirmaría con una sonrisa.