Alfredo Serna se sentaba delante de la pantalla del ordenador y escribía sin parar. Hacía unos cinco años que aquello era increíble. La INSPIRACIÓN, con mayúsculas, le venía en cada momento y lo guiaba con mano firme por los recovecos de la literatura, le hacía sentirse seguro de sí mismo y le proporcionaba una tras otra ideas brillantes que, sin aliento, pasaba rápidamente al papel.
Durante ese tiempo de oro y maravillas escribió tantas novelas, cuentos y poemas que ganó todos los premios importantes y las grandes editoriales se lo rifaron. Su nombre provocó admiración después de que su obra comenzara a traducirse a varios idiomas y su popularidad se extendiera extraordinariamente por todo el mundo.
Mientras tanto, el resto de autores languidecía, casi sin nada que decir ni contar. La inspiración prácticamente los había abandonado de la noche a la mañana. Tremendamente angustiados, no encontraban explicación por más que intentaban averiguar las causas de aquella especie de vacío mental tan inesperado y terrible.
Algunos de ellos hablaron de una especie de pandemia que, por un capricho de la naturaleza, los hubiera lobotomizado y dejado sin imaginación ni capacidad de creación. Otros adujeron, como burda justificación, que nada quedaba por inventar teniendo en cuenta la ingente Humanidad que les había precedido, así que poco podían añadir; pero todos, al ver los éxitos ininterrumpidos de Alfredo Serna, sintieron como la envidia les corroía las entrañas y crecía y crecía como la nieve que cae ladera abajo de una montaña hasta convertirse en un alud gigantesco y destructor.
Eso se tenía que terminar, se dijeron muchos en conciliábulos secretos, así que acordaron nombrar una escogida y nutrida representación, conforme a la naturaleza y trascendencia del hecho tan increíble que estaban viviendo, o más correcto sería decir sufriendo.
Tras muchas y reñidas votaciones, los elegidos, diez hombres y diez mujeres, los más sabios entre los sabios, los más inteligentes entre los inteligentes, buscaron y rebuscaron, indagaron con gran afán y, finalmente, descubrieron en recónditos escondrijos y en libros antiquísimos las fórmulas y conjuros que debían utilizar en una singular ceremonia dedicada a, la responsable de lo que les estaba ocurriendo: la Diosa Inspiración
El día acordado, al crepúsculo, se cubrieron con las ricas vestiduras prescritas desde tiempos inmemoriales para la celebración de dicha ceremonia y acudieron a un escenario sobrecogedor: la gran sala peristilo de la Real Academia de la Lengua. A continuación, al unísono y con voces graves y emocionadas, convocaron a la diosa.
Poco a poco, las plegarias hicieron su efecto. Las columnas reverberaron, el aire se llenó de mil fragancias, una impactante corriente eléctrica galvanizó sus almas en el momento que entrelazaron las manos en un círculo de poder mágico…
Inmersos en una atmósfera surreal, sintiéndose transportados a un mundo de fantasía y prodigios, recitaron una a una las palabras sagradas. Y entonces, casi al término de la ceremonia, Ella apareció en el centro del círculo enmarcada en un halo de luz cegadora. Jamás habían visto una belleza igual. El radiante e inmaculado vestido de seda y madreperla que llevaba, y la corona de marfil, oro y esmeraldas que lucía en su cabeza proclamaban su sublime, su excelsa divinidad. Nada más verla, acongojados y temblorosos, se arrodillaron a sus pies, se arañaron la cara, se rasgaron las vestiduras y luego, con voces rotas y lágrimas de dolor y esperanza, le imploraron perdón y le ofrecieron amor eterno, ofrendas solemnes y sangre inmortal.
La Diosa los miró con ojos tiernos y conmovidos. Le complacían, aquellos insignificantes humanos con fecha de caducidad impresa en los frentes. Levantando la cabeza con orgullo nada fingido, y con la boca torcida en una mueca condescendiente, se sintió dispuesta a aceptar el acatamiento de aquellos seres de ojos llorosos, y así se los hizo saber.
Ya sosegados, y con la certeza de que un mundo mejor les esperaba tan pronto salieran por la puerta de la Academia, se despidieron de la Inspiración con los corazones llenos a rebosar de felicidad y agradecimiento.
Cuando el último de ellos salió de la sala, en la boca de la divinidad se había dibujado una sonrisa sardónica.
Porque aquello tenía un precio. ¿O qué se habían creído?
A la noche hubo tormentas por doquier, relámpagos siniestros y vientos huracanados que aullaron extrañas sinfonías que amedrentaron la mente de millones de niños. La gente, en sus casas, enmudeció y se refugió bajo mesas o camas o incluso se escondió en armarios. Todo el mundo, en todas partes, se sintió atemorizado. Algo terrible iba a suceder.
Por fin, el amanecer del día siguiente trajo paz, calma y una cierta normalidad. Los pájaros piaron sonoros trinos que alegraron a las almas inquietas, las montañas, a lo lejos, se vistieron de esmeraldas y zafiros, y las aguas de mares y ríos se convirtieron en sinuosos caminos de plata. Y así transcurrió el día, sin sobresaltos ni angustias. Alfredo Serna, como todos, tuvo un día plácido, ajeno a las tribulaciones de aquella noche endemoniada.
Pero más tarde, al anochecer, mientras caminaba por una calle solitaria, la Diosa se le apareció de repente, a la vuelta de una esquina tenebrosa, apenas iluminada por una farola de luz oscilante y mortecina.
Curiosamente, Alfredo no mostró sorpresa alguna al verla aparecer, y eso que no le cupieron dudas sobre la naturaleza de la aparición: el aura de luz radiante que la rodeaba y la finísima túnica que la investía y daba forma etérea a su cuerpo de esencia inmortal sólo podía indicar la presencia de una Diosa. Únicamente mostró una curiosa mueca de resignación cuando la Inspiración, sin darle tiempo ni para decir mut, le descargó un haz de ígnea luz que le dejó prácticamente muerto.
Y mientras Alfredo Serna se desplomaba en el suelo y se le iba el último aliento en un estertor agónico, la Diosa le susurró con voz socarrona y cruel:
-Nunca he sido fiel a nadie, así que si pensabas que te lo iba a ser a ti toda la vida, qué poco me conocías…