El peregrino contemplaba todas las noches las estrellas y se extasiaba ante su inconmensurable belleza. Y justo en un rinconcito del horizonte celeste situado al sur, más menos a la altura de Júpiter, creía ver el perfil de una cara. Él quería pensar que se trataba del apóstol Santiago. Entonces, el peregrino le rezaba y le hablaba:
“Santo Apóstol, hoy he andado más de veinticinco kilómetros y estoy muy cansado. He subido montañas, bajado a anchos valles y cruzado ríos caudalosos, y por todas partes los peligros me han amenazado. Por eso te ruego, oh apóstol, que veles por mí, que me protejas de las aguas tumultuosas, de los riesgos de las avalanchas y de los bandoleros que vigilan los cruces. Santo Apóstol, puesto que soy un ferviente devoto tuyo, permite que llegue sano y salvo a tu presencia y te pueda tocar y besar los pies”.
Así fue. El peregrino subió muchas montañas, bajó a sus valles y atravesó los ríos que se interpusieron en su camino. Las avalanchas no lo aplastaron, las aguas corrieron tranquilas y en los valles, si se topaba con alguna pandilla de bandoleros, estos hacían cómo si no lo vieran, como si tuvieran una venda en los ojos que les impidiera la visión de su cuerpo.
Finalmente, el peregrino llegó al lado del santo. Estaba dentro de una urna de cristal, y como no lo podía tocar ni besar se sintió profundamente decepcionado. La tristeza invadió cada una de las partículas de su cuerpo, y una plegaria se levantó hacia el techo de la catedral:
“Santo Apóstol, has velado por mí, me has protegido de todo mal y has hecho que pueda llegar sano y salvo a tu presencia, pero ¿por qué impides que te pueda tocar y besar los pies?”
En ese instante, una enorme lámpara del techo se desprendió y cayó sobre la cabeza del peregrino, matándolo en el acto.
Pero su espíritu, inmaculado y puro, se elevó inmediatamente hacia el Cielo. Allí pudo ver, justo a la entrada, flanqueada por inmensas columnas de mármol blanco, la figura sonriente del Santo Apóstol Santiago. Tenía los brazos y las manos abiertas, como si lo estuviera esperando. Y con una sonrisa de felicidad, le dijo:
“Hijo mío, he querido premiar tu devoción. Querías que velara por ti a través de un tortuoso camino erizado de dificultades, y lo hice. Y querías verme directamente para poder tocarme y besar los pies, y aquí me tienes”.
“Sí –contestó el peregrino-, pero ¿qué hay de mi cuerpo mortal? ¿Por qué lo he tenido que perder?”
El santo lo miró con ojos compasivos y replicó con voz dulce y suave:
“Hijo mío, todo a la vez no es posible. La vida terrenal es un largo camino en el cual nos vemos obligados a elegir nuestro destino, solo uno, pero muy a menudo no nos es permitido conseguirlo y nos tenemos que conformar con aquello que Dios nos reserva. Tú elegiste el tuyo. Considérate muy afortunado, porque has salido bien parado: expresaste un deseo, y lo has conseguido. Aquí me tienes, pues, para me puedas tocar y besar los pies tal como querías”.