Estaba en su casa preparando tranquilamente el desayuno cuando oyó por la radio los números de la lotería primitiva y lo que le había correspondido al único acertante. Como tenía a mano un rotulador los anotó en una servilleta y les echó la primera ojeada. Aquellos números le sonaban, le sonaban extraordinariamente. Él variaba las combinaciones en la mayoría de las columnas cada vez que jugaba, pero en tres de ellas solía repetir los mismos números, así que casi se los sabía de memoria. Por ello, no esperó a acabar el desayuno e, inmediatamente, sacó la cartera con el fin de consultar el boleto que había utilizado para sacar la papeleta oficial del sorteo.
Cuando lo vio, salió ipso facto un chillido por su boca: “¡No puede ser!” Y después, con el corazón palpitándole a cien por minuto, se dijo con un fervor casi mesiánico: “Pero sí, sí que puede ser…” Repasó de nuevo la combinación. Todo cuadraba. Todo perfecto. Los seis números que estaban en la servilleta, uno a uno, con frialdad aplastante, aparecían en una misma columna de su papeleta, la tercera. Dio otro repaso, y mientras tanto, el sudor le cubría todo el cuerpo y se le pegaba a la piel y a la ropa.
Un último vistazo, y sólo entonces, cuando la certeza fue absoluta, cuando la más mínima duda se había disipado cual columna de humo huyendo por el aspirador de la cocina, estalló de alegría: ¡le habían tocado 900.000 euros!
Un cúmulo de sensaciones se agolparon en su mente: podría comprarse un coche deslumbrante, un ático magnífico en el centro de la ciudad, o incluso un chalet con una gran parcela que cultivaría con diez naranjos, no, ¡con cien naranjos! ¡O mil! Pero lo más importante era que al día siguiente mismo, sin pensárselo dos veces, dejaría el trabajo. ¡Vaya si lo dejaría!
¡Cuántas veces había deseado ese momento! Le diría a su jefe, con voz cínica y con un gesto explícito de las mangas, que se quedara con un palmo de narices. Y después, se iría a celebrarlo con sus amigos y familiares más íntimos en una fiesta en la que no faltaría de nada: champagne, música, manjares exquisitos y, sobre todo, diversión a raudales hasta las tantas de la noche. Una fiesta para ser recordada durante muchos años.
En ese instante, tuvo un pensamiento cruel: ¿y si no había depositado aquel boleto? Ay, debía comprobarlo inmediatamente. Así pues, se apresuró a dirigir-se hacia el libro donde solía guardar las papeletas oficiales y los décimos de lotería que jugaba todas las semanas. ¡Allí estaba! Lo cogió temblando de emoción y comprobó una vez más las fechas y los números. Todo coincidía a la perfección con la combinación ganadora escrita en la servilleta.
Se quedó mirando la papeleta mientras el corazón le golpeaba el pecho con un ímpetu nunca antes experimentado. Pero entonces, una especie de visión le cruzó repentinamente delante de los ojos. Y de pronto, como si un diablo socarrón, como si un monstruo maldito hubiera gobernado sus manos durante una décima escasa de segundo impidiéndole pensar y actuar por sí solo, lo hizo trizas, lo convirtió en veinte pedazos que dejó caer como un autómata al suelo.
Los miró con los ojos blancos de terror y con el cuerpo frío como la nieve. Varias ideas, ardientes como brasas, lacerantes como cuchillos, se le agolparon en su mente. Adiós al coche, adiós al ático, al chalet de mil naranjos, al corte de mangas a su jefe, a la fiesta loca. Adiós a todo. Pero al mismo tiempo, inexplicablemente, sintió como una paz interior le subyugaba, y reconoció que, en realidad, toda su vida haba sabido que aquello podía ocurrirle. Tal vez simplemente lo había intuido, tal vez aquel acto insensato había dormido siempre en su mente, como un ente perverso, a la espera del momento idóneo para aflorar y ser llevado a cabo. Por fin, ese momento trascendental había llegado y, fiel al destino cruel marcado desde el principio de sus días, se había cumplido a rajatabla.
Pero también sabía qué hacer a continuación. No tuvo necesidad de pensar para saberlo. Era inevitable. Absolutamente inevitable aquello que tenía que hacer. También estaba escrito desde el principio de sus días.
Encaminó sus pasos con una parsimonia casi desesperante, como si cada pie llevara atado una maza de hierro y le costara horrores moverlo, hacia su dormitorio. Una vez allí, cogió con la mano derecha un revólver que tenía escondido bajo las sábanas de un cajón del armario. A su lado había una caja con munición, que abrió con la otra mano con delicadeza, casi con cariño.
Con pereza exasperante, con la mirada perdida de un loco y los dedos crispados pero extrañamente firmes y seguros, sacó una bala y la acarició. Era suave y tersa al tacto, y estaba fría como la muerte. Aquella caricia se convirtió a su pesar en un acto casi sensual, de pura pasión, en un extraño hechizo. Entonces, la metió lentamente en la recámara del arma; después, giró ésta a fin de dejarla preparada para disparar.
Mirándose con fijeza obsesiva al espejo, y con movimientos lentísimos, calculados, subió la mano armada con el revólver mientras el índice acariciaba nerviosamente el gatillo de mórbido metal. Sabía que bastaba una ligera presión para activar el mecanismo. El percutor golpearía la base del casquillo y haría explotar el detonante. Un destino fatal estaba esperando ansiosamente la bala de plomo despedida con ese impulso extraordinario. Las armas las había inventado el diablo y debían, claro está, cumplir con el fin para el que habían sido creadas.
Pero nunca en su vida había tenido tan claro lo que iba a hacer. El dedo inició su movimiento fatal. En el espejo, un rictus amargo le sonreía burlonamente.
Sonó un disparo en la habitación y… el espejo se rompió en mil pedazos.
Los contempló con una mueca grotesca en la boca, mientras un fino hilo de saliva goteaba de sus labios resecos y recibía una rarísima expresión de su cuerpo: parecía como si sus venas se acabaran de solidificar e impidieran el paso de la sangre. Era totalmente consciente que su vida había cambiado para siempre. Nunca más las cosas volverían a ser iguales.
Porque desde aquel instante jamás se volvería a contemplar en un espejo, y únicamente tendría una personalidad.
La otra, la débil, la necia de remate, la acababa de aniquilar con el revólver.
Un grito ahogado salió entonces de su garganta:
“¡Maldita sea, ojalá hubiera hecho aquello veinte años atrás!”