Era aquél un examen comprometido. Se jugaba el todo por el todo. Un suspenso y el curso saltaría por los aires, lo que equivaldría a un enfado mayúsculo de sus padres. Su madre ya se lo había advertido: si perdía ese curso, después de haber perdido otros dos antes, su padre no se lo perdonaría. Debería abandonar los estudios y dedicarse al trabajo. Le esperaba un puesto en la oficina de la empresa familiar, así que él sabría qué hacer. O seguir la carrera, o la oficina.
¡Pues qué horror! La oficina parecía la guarida de un lobo. Al menos para él porque, por suerte, los empleados no opinaban igual. Pero ellos no tenían más remedio que hacer de tripas corazón y resignarse, aunque ése no era su caso. A él lo que le gustaba era la vida de estudiante, con unas pocas clases a la semana para coger los apuntes que tenía que pasar a sus compañeros, a cambio de los que ellos le pasaban para no tener que ir continuamente a la universidad. Además, las compañeras estaban casi todas para comérselas, cosa que había conseguido con alguna que otra, sin olvidar las fiestas continuas, de jueves a domingo, sin parar, hasta altas horas de la madrugada…
De todo eso no había nada en la oficina, que su padre regía con mano de hierro. Por el contrario, lo que había eran horarios de nueve horas de lunes a viernes, que comenzaban de buena mañana y acababan de buena tarde. ¡Y él no estaba hecho para madrugar! ¡Ni para trabajar cuando declinaba el sol! ¿Cómo era que los oficinistas no gozaban de esa hora mágica del crepúsculo, cuando el cielo se llenaba de bellísimos filamentos anaranjados y los pájaros piaban como nunca?
Debía, pues, aprobar aquel dichoso examen. Pero había dos obstáculos muy serios: el examen en sí… y el profesor.
Que era un fuera de serie.
Le dio vueltas a la idea. ¿Cómo derrotar a un listillo? ¿A un personaje tan espabilado, que además presumía de ser espabilado? Se dijo que la solución estaba a la vista: le tenía que demostrar, con un golpe de efecto espectacular, que él era tan listo como él. Más no, no fuera el caso que se enfadara.
Esa noche no se acostó. Se tomó dos cafés bien cargados. Tenía que planear una estrategia triunfadora, y eso no era ninguna tontería. Pero él también se las había dado toda la vida de listillo. En las ocasiones que no había llegado a la meta propuesta con su capacidad de estudio, había hecho uso de paciencia y astucia. Y nunca había fallado.
¿Dónde estaba la clave? No había mucho para elegir, lo que delimitaba el campo de acción, así que la cosa debía ser bastante simple. Como siempre, la extrema dificultad de la sencillez. Dicho de otra forma, la simplicidad de la complejidad. Mientras la gente se empeñaba en complicaciones mentales que no conducían a nada, el mundo siempre se había movido por las ideas más sencillas. Por ejemplo, ¿qué eran las revoluciones? El resultado del hambre. De la rotunda sencillez del hambre. El hambriento es un inconformista feroz. Romperá lo que haga falta para comer. ¿Y qué eran las guerras? El producto de la cínica sencillez de la envidia. Uno quiere lo de su vecino, éste, claro, se niega… y hay guerra.
Él estaba, pues, convencido de que la respuesta a su dilema era extraordinariamente sencilla, y por eso… diabólicamente difícil.
Había que plantearse todos los posibles escenarios. ¿Lo tenía que enfocar por el temario? ¿Podría recurrir a las consabidas chuletas? Tal vez, pero no como siempre. Le constaba que el profesor estaría todo el tiempo paseándose por el aula. No se le escapaba ni una. Sus ojos de culo de botella eran tan sagaces como los de un lince. ¿Cuántos habían confiado en las chuletas y se habían encontrado a las primeras de cambio de patitas en la calle?
Chuletas, temario, listillo… Tenía todos los ingredientes a su alcance, pero le faltaba la chispa. El genio que lo juntara todo en la combinación exacta para que el resultado fuera perfecto, decisivo.
De madrugada, con sus ojos aún pegados a la sábana, la chispa saltó…
La chuleta le salía descaradamente por el bolsillo, así que el profesor lo atrapó ipso facto.
-Oiga usted, ¿será descarado? ¡Ya puede dirigirse a la puerta, porque está suspendido con un cero!
-¿Cómo es eso? ¡Imposible! ¡Más bien dirá que estoy aprobado con un cinco!
El profesor abrió los ojos de par en par. ¿Había oído bien?
-¿Qué? ¿De dónde saca tamaña tontería? ¿Acaso no ve que acabo de pillarlo copiando descaradamente?
Él se permitió sonreír. Pero una sonrisa muy pequeñita.
-Primer error: no me estaba copiando. Que yo sepa no estaba mirando la chuleta, y su presencia, por sí sola, no indica nada. Demasiado circunstancial. Creo que este argumento… bien vale un punto.
El profesor achinó los ojos.
-Vale, se lo concedo, pero ¿y qué me quiere decir con eso? ¿A donde va usted con un solo punto? ¿A la calle?
-Espere y le diré que no precisamente a la calle. Compruebe usted la textura del papel: es de primera calidad. Esta asignatura me merece todo el respeto, y la prueba es la elección del papel.
-¿Y?
-Y… ¿no vale eso otro punto?
El profesor sonrió cínicamente, muy seguro de sí mismo. Alumnos a él.
-¡Y tanto! ¡Pero aún le faltan tres!
-Examine ahora el contenido de la chuleta, el cual, no habría que decirlo, es completísimo, así como la perfecta composición, la delicada caligrafía…
El profesor echó un rápido y desganado vistazo a la chuleta. Y torció el gesto. Se le había borrado la sonrisa.
-¡De acuerdo, tiene ya el tercer punto! ¡Pero todavía está suspendido!
Él, muy serio, contestó:
-Bueno, no del todo. Observe que me he dejado atrapar por usted con toda la intención, y está claro que esta intención mía ha dado su fruto. Fruto que, evidentemente… vale el cuarto punto.
A esas alturas de la conversación, totalmente aturdido, el profesor no salía de su asombro. Mientras tanto, sin perder un detalle, la clase en pleno aguantaba la respiración. ¿Cuál sería el desenlace? Los más se inclinaban por el profesor, aunque había alguno que lo hacía por su temerario compañero de fatigas.
-Sí, claro… ahora que… -balbuceó el docente listillo, a esas alturas consciente de que no era tan listillo.
Él abrió del todo ojos y manos. Qué bella era la gloria.
-No siga. Piense que esta asignatura es… Oratoria y, si lo he convencido con mi facilidad de palabra y buenos argumentos de que me merecía cuatro puntos, ¿no vale eso el punto que me queda para un cinco?
El profesor tuvo que sentarse en la silla más próxima…
Y la clase, desinhibida, desvergonzada, rompió a aplaudir.
Hasta hubo uno que gritó: ¡Aleluya!
Tu post me ha hecho recordar a los hijos de puta que utilizaban chuletas para aprobar los exámenes. En mis tiempos de estudiante, los profesores también eran igual de gilipollas que los de tu post.