El camionero se compadeció de la joven. Sentada en la barra del bar, con un vaso entre las manos, lloraba lastimosamente y jadeaba entrecortadamente. Era bellísima, con una cara de ángel que enamoraba y un cuerpo de modelo; sin embargo, vestía harapos y estaba sucia. Su aspecto destartalado hubiera alejado a muchos, pero él no era de esos.
Así que el camionero se le acercó y le preguntó qué le ocurría. Ella, entre amagos de llantos y tragos del raro mejunje que bebía, le contó sus penas y miserias. Un año antes había abandonado a su padre, un alcohólico que la maltrataba todos los días, y ahora ella a su vez acababa de ser abandonada por su novio, un joven pendenciero y dominador. Y por si fuera poco, en el trabajo del supermercado la habían despedido. El gerente, como no podía ser de otra manera, era un cerdo ramplón, que no tenía la menor consideración hacia nadie.
La conversación duró una hora larga y tendida. Después, la chica lo llevó a su casa y allí, ay, el deseo humano, hicieron el amor. Al principio suavemente, como si ella fuera de cristal y él temiera romperla. Después apasionadamente, salvajemente, porque ella era fuego y él se consumía de ardor. El camionero sintió como la llama del amor prendía en su corazón. Antes de dormirse tuvo tiempo para pensar en ello y en el estado de la pobre chica. Se dijo que tenía que cuidarla. Que debía ser su obligación. A medianoche se despertó. Debía trabajar. El camión estaba lleno a rebosar de mercancías que tenían que estar en su destino antes del mediodía. Cuando se fue, dejó cien euros sobre la mesita de noche. Ella remoloneó en la cama y, medio despierta, preguntó por qué le dejaba dinero. «Para que te compres ropa decente y te arregles, quiero verte muy bonita cuando vuelva», le contestó él, y en su voz no había compasión, sino ternura y amor.
Desde aquel día, una vez a la semana, y a la misma hora por petición de ella, el camionero iba a su casa, hacían el amor e, invariablemente, porque siempre la veía frágil y desvalida, le dejaba cien euros sobre la mesita de noche antes de irse. Con amor, él la llamaba su pushushuá, y ella contestaba con una sonrisa de miel. También era cierto que a él le extrañó un poco que tuvieran que verse siempre el mismo día y a la misma hora, pero el amor es ciego y no suele ver más allá de un palmo de la nariz, así que no hizo caso y dejó de pensar en eso.
Sin embargo, un día llegó por casualidad un par de horas antes y… por la puerta salía un hombre. Su instinto le dijo que era también un camionero. Su aspecto era robusto, tosco, y aun así de hombre de mundo, acostumbrado a verlas de todos los colores. Llevaba en los labios una sonrisa. La sonrisa del hombre satisfecho y feliz. La misma que él solía llevar cada vez que salía de aquella casa. De nuevo no hizo caso, entró y cumplió el ritual.
Pero ay, a pesar de su decisión de olvidar aquel incidente, la cara de aquel sujeto le rondó por la cabeza toda la semana. Con pesada insistencia. Hasta diría que casi con dolor. Esperó con ansia el día de la cita semanal con su pushushuá, y el día previsto llegó a la casa, pero esta vez dos horas más tarde y… un hombre distinto salía por la puerta.
Presintió que también era camionero, ¡otro camionero!, y no se lo pensó dos veces. Con aspecto airado lo cogió por la solapa y, con el puño en alto, amenazador, le pidió explicaciones.
Asustado, escuchó con todo detalle una historia que ya conocía. El desconocido y él descubrieron juntos la verdad: la joven, la carita de ángel, la tierna pushushuá desvalida les había contado exactamente la misma historia. Y los dos se habían enamorado de ella y hacían más o menos lo mismo, dinero incluido sobre la mesita, salvo que… con dos horas de diferencia. Atónitos, prefirieron vérselas con el tercer hombre, el que había salido dos horas antes. Se dijeron que tal vez todo podía haber sido una coincidencia. Una broma del destino porque que en su tierna pushushuá no podía haber lugar para el retorcimiento. Sin duda, la mejor manera de averiguarlo era hablar con ese individuo.
A la semana lo vieron ver aparecer por la puerta a la hora indicada. No fue necesario que le amenazaran. También era camionero. Confiado, los contó nuevamente la misma historia, la de una pobre mujer que había abandonado a su padre alcohólico y maltratador, que había sido abandonada por su novio pendenciero y dominador, y que había sido despedida del trabajo por un cerdo ramplón que no tenía consideración con nadie. Para más inri, habían coincidido en el mote de pushushuá. Aquello era demasiado.
Los tres, preocupados, avergonzados, se fueron cada uno por un camino distinto con un escueto adiós. Nunca más se verían ni volverían a aquella casa, y ni siquiera se despidieron de la joven. ¿Para qué? ¿Desde cuándo alguien se despedía de una prostituta que les había engañado con un cuento barato para se compadecieran de ella y así la relación fuera más natural… tan natural como el dinero que le daban? Como no fuera para felicitarla por su astucia, no tenía sentido volverla a ver.
Ni qué decir que nunca más ninguno de ellos tres se compadeció de nadie en su vida.
En cuanto a la joven, durante unos días se extrañó de que no vinieran los tres a su casa. Pero aquello le duró poco. Enseguida encontró tres recambios. Tres camioneros, aunque en el fondo le daba igual la profesión. Su técnica nunca fallaba, porque nunca faltaban hombres ingenuos en cualquier lugar y de cualquier condición.
¡Ay, los hombres!, solía decirse. ¡Tan duros… y tan cándidos! ¡Tan ásperos… y tan sentimentales! Pero para ello existían mujeres como ella: para sacarles lo mejor que tenían… que era su dinero.