EL CONDENADO A MUERTE
Lo iban a ejecutar aquella misma noche en una prisión de Texas, así que le dijeron que podía pedir un último deseo. Él, que era de origen español y muy orgulloso estaba de ello, manifestó que quería comerse una buena fideuá.
La respuesta fue negativa: lamentablemente, en la cocina de la prisión nadie sabía como prepararla. La mayoría de los cocineros ni siquiera habían oído hablar nunca de tal plato.
Entonces, pidió una fabada asturiana, pero también lo decepcionaron. Si se la hacían, dijo el alcaide pidiéndole comprensión, podían presentarle un embutido difícil de calificar.
Cuando quiso un cocido madrileño y también se negaron con excusas de mal pagador –que no tenían colorante, que no sabían cómo hacer las pelotas, etc.-, estalló de enojo y exigió el libro de reclamaciones.
No tenían. El corredor de la muerte no se prestaba a tales lindezas. Aquello no era un hotel de cuatro estrellas.
El preso esbozó una triste mueca. Definitivamente, le habían amargado el día.
El ÚLTIMO QUE RIE
Sabido es que vivimos rodeados de microbios. Todo tipo de bacterias, hongos, virus, insectos microscópicos, ácaros y demás familia, conviven con nosotros y nos hacen bien o mal, según el momento o la oportunidad. Es más, sin ellos no podríamos vivir. Muchos cumplen una función, por ejemplo intestinal. Todo esto lo tenemos asumido. O al menos, lo tiene la inmensa mayoría de la gente. ¡Qué remedio!
No era ese el caso de Tomás. Vivía escarnecido, angustiado, pensando en cada momento que en su cama habitaban miles de ácaro de aspecto monstruoso, que sus manos estaban colmadas de cantidades ingentes de microbios, y sus labios, y su piel, y la boca, y el cabello, y los intestinos…
Así que se pasaba la vida limpiándose, y la esponja y los jabones eran sus aliados incondicionales en su guerra particular contra la multitudinaria invasión microbiana. Los mataba diariamente a millones.
Era tal su obsesión, su odio visceral, que, poco a poco, su piel fue debilitándose y enflaqueciendo como consecuencia del abuso de sustancias detergentes. Se le abrían grietas en las manos y en los pies, y la piel de su cuerpo, cuando cumplió los cincuenta años, era ya tan fina que se le transparentaban las venas. Cualquier heridita le hacía sangrar como si le estuvieran cortando un brazo.
Finalmente, le apareció una terrible infección cutánea contra la que los médicos no pudieron hacer nada, tanta era la fragilidad de su piel.
Cuando le dijeron, poco antes de morir, que los microbios habían sido, a pesar de la obsesión por la limpieza que había tenido toda la vida, los causantes de su muerte, él se limitó a dibujar una mueca sardónica en el rostro y a pedir muy seriamente:
“Cuando me muera, quemad mi cuerpo, para que queden achicharrados. ¡Veremos quién es el último que ríe!”
FUMAR ES UN PLACER
Le encantaba fumar, pero se lo dejó porque todos le decían que acortaba la vida. También le encantaba beber vino en las comidas, y comer chuletas con su grasa, y queso Camembert, y chocolate, ay el chocolate, qué delicia… Todo se lo dejó por el afán de cuidar la salud y conservar una esbeltez envidiable.
Y cuando le venían ganas de fumarse un paquete entero, de tomar un par de gin-tónics, o de saborear la grasa del jamón, se las contenía y se decía, convencido, que gracias a esos pequeños sacrificios diarios, permanentes, disfrutaría de una vejez de calidad y, al final, de una vida muy larga.
Ese convencimiento lo llevó hasta el día que cumplió los cincuenta y un años. Lo celebró con algunos compañeros de trabajo pero, por la noche, cuando volvía a casa por una calle solitaria con algunas copas de más, un ladrón lo asaltó y, ante su resistencia un tanto atolondrada, lo apuñaló con saña en el vientre.
Luego, mientras la vida se le iba lenta y dolorosamente, tuvo un último momento de lucidez. Lo dedicó a recordar todos los placeres sacrificados y todas las auto represiones engendradas con gran tristeza. Entonces, gastó las pocas fuerzas que le quedaban para gritar al viento una sola palabra:
“¡Imbécil!”.
Pero el viento no se dignó devolverle ningún eco, ninguna respuesta.
Porque ya lo sabía hacía tiempo, y no le daba lástima, aquel mortal que desconocía cuan corta puede ser la vida y de qué bien poco suelen servir los esfuerzos que se hacen para alargarla.
EL FILÓSOFO
Iba de filósofo por la vida. Para todo tenía una respuesta inteligente y mesurada, y procuraba demostrar su ingenio en cualquier ocasión y donde fuera. Tanto era así, que le llamaban “El Kant”.
Un día, un ladrón lo asaltó en un callejón oscuro y le pegó dos tiros, uno en el pecho y otro en la boca. No podía pues hablar mientras se desangraba lentamente, pero estaba claro que tenía que decir algo, así que con su propia sangre escribió en el suelo: “No se me ocurre nada”.
EL SALVAMENTO
La casa sufría un devastador incendio. Un hombre salió de ella, chamuscado y corriendo como alma en pena. Cuando se encontró a una distancia segura del peligro, se paró en seco y, señalando la casa con un dedo, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Mi suegra se ha quedado dentro! ¡Que alguien la salve!
Una mujer que se encontraba contemplando asustada el incendio, exclamó al sentir aquello:
-Hombre, ¿y por qué no vuelve usted a salvarla? A fin de cuentas… ¡usted es bombero!
Y recibió la siguiente respuesta:
-Sí… ¡pero es que hoy no estoy de servicio!
EL PROFESIONAL
-¿Quiere que le haga la raya por en medio? –preguntó el peluquero, tijeras y peine en ristre.
-Hombre, tanto como por en medio… –respondió el cliente-. Un poquito a la izquierda creo que me quedaría mejor.
-Las patillas… ¿Las quiere altas o bajas?
-Ehem… digamos que altitas.
-¿Y el pelo quiere que se lo deje muy corto o más bien corto a secas?
-¿A secas? A secas me quedaré yo dentro de un par de días, cuando el verdugo me haga sentar en la silla eléctrica. Así que déjeme el pelo como le venga en gana.
-¡Ah, no! Yo soy un profesional y al cliente siempre hay que ofrecerle con especial esmero nuestros servicios, así que, insisto, ¿cómo quiere el pelo? ¿Muy corto… o más bien corto a secas?