EL CAZADOR DE QUIMERAS
Por el aire circulan millones de historias, y el escritor solo tiene que alargar la mano para atraparlas al vuelo.
Pero no resulta fácil esa tarea, puesto que son tremendamente escurridizas y huidizas.
El oficio, pues, del escritor, parece a primera vista muy simple pero, en realidad, es muy complicado, puesto que consiste en cogerlas y llevarlas, con ingentes esfuerzos dada su naturaleza etérea, al papel escrito.
Ay del escritor, un pobre cazador de sueños y quimeras.
EL SUICIDA
No le publicaban la novela, así que tomó una decisión heroica. Envió una carta a tres editoriales diciéndoles que, si no se la publicaban, se suicidaría.
Le contestaron a la vez: “Si se la publicamos somos nosotros quienes nos suicidamos, así que, bien mirado, y como el instinto de supervivencia obliga, suicídese usted”.
HISTORIAS
Oyes a cualquier persona por la calle, un camionero, un taxista, una dependienta, y te puedes imaginar una, cien, mil historias de las cuales él es el protagonista, porque, en verdad, detrás de cada cara pueden haber una, cien, mil historias distintas.
No faltan, pues, historias para contar, sino en todo caso, manos para escribirlas.
LA PRESENTACIÓN
Durante los días anteriores a la presentación de su libro, el autor era todo nervios, todo repelús. Las preguntas se sucedían sin descanso en su cerebro y aumentaban, aún más, su desasosiego.
Las tarjetas de invitación al acto, ¿habían sido enviadas a tiempo? ¿Y habían llegado todas a su destino?
Era conveniente, como hacían algunos colegas, ¿llamar uno a uno por teléfono a todos los invitados? ¿O era mejor su postura: no llamarlos, porque aquello equivalía a obligarlos, y él detestaba las obligaciones?
¿Habría algún partido importante de fútbol o de baloncesto ese día?
Al final, ¿vendría mucha gente, o el vacío más espantoso reinaría en la sala?
En cuanto a los medios de comunicación, ¿le darían al acontecimiento la importancia que, según él, tenía? ¿Y lo divulgarían con todo tipo de detalles y de apoyo fotográfico, o por el contrario, se limitarían a mencionar el acto con cuatro o cinco líneas medio escondidas en algún recuadro perdido? Incluso, era posible que no dijeran absolutamente nada. Pensar en esa posibilidad le erizaba el pelo.
Finalmente, llegó el gran día.
Y fue todo un éxito.
De público, que llenó la sala a reventar y lo escuchó con una atención encomiable, como si estuviera presenciando el acto cultural más importante en muchos años.
De periodistas y fotógrafos, que le concedieron a la presentación de su libro una trascendencia tal que sorprendió a propios y extraños.
De venta y firma de libros, que obligó el autor a calentarse los cascos para crear frases originales a la medida de cada solicitante.
Y aquella noche, el autor durmió feliz. En sus sueños, coronas de laurel, y violas de oro y plata, ciñeron su cabeza. Se sintió radiante sobre una tribuna de roble, al pie de la cual, una multitud de admiradores le rendía homenaje y regalaba los sentidos con sinceros aplausos llenos de admiración.
Lástima que todo se quedara ahí. Porque cuando los asistentes que habían comprado el libro empezaron a leerlo, se dieron cuenta de que, a pesar del premio importante que había conseguido, del eco que a bombo y platillo la prensa había otorgado a la presentación, de la cantidad insólita de gente que acudió… la novela era mortalmente superflua y aburrida.
Los numerosos asistentes a la presentación transmitieron de boca en boca aquel nefasto, aquel terrible veredicto. Despacio pues, como las aguas mansas de un río que no cesan nunca de transitar hacia su disolución en el mar, la gente, inexorablemente, dejó de interesarse por el libro.
La edición se resolvió en un completo fracaso para la editorial. Y el autor fue, por culpa de aquella novela, despreciado; primero, en el secreto que suele ser la esencia de la calumnia; al fin, en escandalosa voz alta, tan alta… que acabó por llegar a oídos del autor.
Y cuando oyó aquello, aquella angustiosa verdad que el editor y sus amigos se habían esforzado en vano en ocultarle durante un tiempo, y que ahora se le antojaba una irónica jugada del destino, supo de inmediato qué hacer.
Con pasos apresurados se dirigió al ordenador. Lo conectó y abrió los ficheros que en su momento había preparado con amorosa dedicación para la presentación. Con un rictus amargo en la boca, con la ayuda de un dedo frío e inquisidor, fue pulsando una única tecla: la de suprimir.
Después, cogió los archivadores donde guardaba los recortes de los periódicos que registraron el hecho con la pompa de las celebridades. Uno por uno, con parsimonia no exenta de crueldad, los fue rompiendo y echando en una papelera.
¿Había hecho desaparecer toda prueba del delito? No, todavía le quedaba un par de cosas. Se trataba de unas fotos hechas por un amigo y unas pocas tarjetas de presentación que había guardado celosamente. Tanto las fotos como las tarjetas, se dijo con una sonrisa forzada, las había considerado el recuerdo de un acto imborrable en su vida. Las destruyó sin piedad.
Desde aquel día, nunca más volvió a hacer una presentación de un libro. En adelante, los nervios los reservaría para el enfrentamiento diario con la página en blanco de su ordenador, y para aprender con humildad y perseverancia los secretos de la escritura y la creación literaria.
Porque había aprendido una lección que nunca se le olvidaría en su vida: que los fuegos fatuos del esplendor mundano no eran nada comparados con el orgullo por el trabajo bien hecho.
PORCA MISERIA
Era un escritor muy petulante. Se daba aires de grandeza, cuando su obra era mediocre. Pero era incapaz de reconocer su mediocridad. Defendía su estilo, diciendo que era “muy personal”, y que “a él no le importaba tanto el estilo como las cosas que decía”. Aun así, su estilo era tremendamente pobre y, por otro lado, podía o no creer que decía cosas importantes, pero en realidad los mensajes de sus escritos eran malos y vulgares.
Un día, conoció a la hija de un editor importante y se casaron al año siguiente.
A partir de ahí, su obra fue publicada en la editorial del suegro. No habría que decir que le hicieron una promoción a bombo y platillo.
Ahora vende libros como churros y es muy famoso. Cuando algún crítico lo pone verde, él se defiende contestándole que “como no sabe escribir novelas, se dedica a criticar injustamente las de los otros”.
Y evidentemente, sigue convencido de que pasará a la Historia de la Literatura.
Y sí, pasó, solo que en un rinconcito minúsculo y… destinado al olvido.
Es más, mientras los apartados de su biografía dedicados a su obra eran muy reducidos y con valoraciones más bien mediocres, por el contrario había muchas líneas que resaltaban su papel más importante en la vida: “haber sido yerno del famoso editor S.A.D…
Porca miseria.