Jaime quería volver atrás en su vida. Tanto en el trabajo como en su vida familiar -sobre todo en ésta- estaban haciendo con él una carnicería y, humanamente fuera dicho, era imposible soportar más la situación. Es más: no había posibilidades de remediar nada, ni siquiera a largo plazo. El refrán aquél de “a perro sarnoso, todo son pulgas”, se revelaba tan seguro en su caso que daba miedo.
Después de mucho pensarlo, creyó encontrar una solución. Una solución drástica.
Con conjuros preservados desde tiempos inmemoriales por sus antepasados, y transmitidos de boca en boca durante generaciones, puesto que él pertenecía a una ilustre alcurnia relacionada con las artes de la brujería, convocó al diablo.
Sabía de los peligros que tal decisión podía implicar, pero se dijo que perdidos al río ya que, de hecho, peor no se podía estar.
Siguió al pie de la letra las instrucciones que indicaba el libro antiquísimo que había heredado de sus padres, escrito en caracteres latinos. Tuvo que esperar pacientemente a una noche con eclipse de luna, y tuvo que subir a la cumbre de la montaña más próxima, a medianoche y con un frío glaciar, para iniciar el rito. Asimismo, se proveyó de los elementos necesarios: la sangre cuajada de un cabrito, las alas machacadas de un murciélago, una pieza de marfil triturada -que costaba un riñón-, además de otros ingredientes de más fácil adquisición, como fue el caso de algunas especies que se encontraban en cualquier establecimiento especializado, un poco de azufre y algunas hierbas medicinales.
Una vez tuvo la mezcla preparada, mirando la pálida luna que hacía de solemne y silencioso testigo, la quemó con azufre al tiempo que leía el libro en voz alta. Entremedias del discurso, invocaba repetidamente al diablo, con estas palabras grabadas en el libro con sangre y fuego:
“¡Omnipotens Immunde Spiritus Diaboli, te supplices exoramus me duce damnosa!” (¡Oh, Omnipotente Inmundo Espíritu Diabólico, te ruego humildemente que seas mi guía!).
A la quinta repetición, el aire, que hasta ese momento había estado quieto, empezó a soplar, primero de forma leve, para hacerlo apenas unos minutos después muy impetuosamente. Se convirtió casi en una tormenta, que lo azotaba con furia y hacía balancear su cuerpo debilitado por las privaciones y el sufrimiento.
A unos cinco o seis metros de donde se encontraba había una higuera borde, toda ella verde, así que resultó muy extraño que, en un brevísimo instante que el aire, inexplicablemente, dejó de soplar, ésta se incendiara bruscamente. Pareció como si la hubieron untado con gasolina y, a continuación, le hubieron prendido fuego con una cerilla.
En medio de las poderosas llamas, que se levantaban vigorosamente hacia un cielo incandescente, apareció una forma tan increíble que Jaime se tuvo que frotar los ojos, puesto que no daba crédito a lo que estaba viendo.
¡Aquello atemorizaba al más valiente!
La forma que permanecía estática en medio de las llamas, sin que estas le afectaran lo más mínimo porque incluso parecía que se alimentaba de ellas, era grotescamente humana. En vez de piernas tenía unas patas que parecían las de una cabra gigantesca, y en la cabeza le salían dos escandalosos cuernos retorcidos, con puntas sumamente afiladas y relucientes. Su cara era chupada y roja como un tomate, pero aquello que más sobresalía en él eran sus ojos inyectados en sangre. Emitían una mirada tan penetrante y airada que helaba la sangre.
Jaime, inmediatamente, dirigió sus ojos hacia tierra, en señal de sumisión, al tiempo que se arrodillaba de tal manera que prácticamente rozaba el suelo con los labios y la frente.
En esa posición, volvió a recitar la frase latina:
“¡Omnipotens Immunde Spiritus Diaboli, te supplices exoramus me duce damnosa!”
El diablo, porque sin duda era él en persona, se quedó mirando a Jaime con una mirada cruel. Una mueca perversa había aflorado en sus labios repelentes No necesitó decir nada. Una leve indicación con una mano esquelética le hizo entender a Jaime que tenía que decirle su súplica, cosa que hizo en el acto, puesto que era sabido que al diablo no se le podía hacer esperar.
Conforme hablaba, Jaime se daba cuenta de que el diablo no parecía precisamente encantado con su propuesta. Su mueca original se deformaba más y más mientras avanzaba el parlamento, y a cada palabra suya los ojos diabólicos lanzaban cada vez más fuego.
En verdad, al diablo le aburría soberanamente escuchar a aquel mortal de ojos tristes y llorosos, lo que le provocaba un gran enojo. Porque los mortales siempre pedían lo mismo: o más vida, o volver atrás a cambio de alguna prenda que, de rebote, los librara de algún inconveniente o fechoría. ¿Cómo se atrevían a molestarlo por esas insignificancias?
En aquel caso, la prenda consistía en un alma. A cambio de una nueva vida, el demandante proponía el alma de su suegra. Ese detalle, si cabe, incrementaba todavía más la rutina y, por lo tanto, el aburrimiento. ¡Qué obsesión, la de los miserables mortales, con sus suegras!
Pero finalmente, después de muchos ruegos y lágrimas por parte de Jaime, acabó accediendo. Caramba, se dijo tragándose un kilo de azufre, era su trabajo, y una alma condenada no dejaba de ser una alma condenada.
Ahora bien, ¡en mala hora accedió!
Tal como habían acordado, en el día y en la hora señalados, el diablo, obligado por el pacto, hizo volver atrás la vida de Jaime. Aquello ocurrió justo en el mismo instante en que el demandante, de pie en un altar junto a una mujer con un vestida de novia inmaculadamente blanco, veía como ella decía “sí”. Y ahora, le tocaba a él. Escarmentado por lo que sabía que representaría una afirmación, tragó saliva, la cara se le puso todo de una de color rojo y, con un ansia y una potencia desmesuradas, gritó un rotundo “¡no!”.
¡Por fin había llegado su venganza! Su suegra, el germen de todos los dolores de cabeza que se había tenido que tragar, ¡sería su prenda! ¡Por fin se libraría de ella! ¡Ahora se le acabarían todos los males!
¡Pero ay!, ni el diablo ni él mismo habían caído en la cuenta de lo que representaba aquel “no”.
Porque si Jaime ya no se casaba con su mujer… ¡su suegra ya no sería su suegra!
Y por lo tanto, ¡no tendría suegra para cumplir el trato con el diablo!
Éste, enfurecido y sintiéndose legítimamente engañado por un insignificante mortal, rompió el pacto. Después, como castigo -a los humanos había que escarmentarlos de vez en cuando-, condenó a Jaime a vivir su nueva vida en Arabia Saudí, en el hogar de una familia de credo musulmán. Por supuesto, con el olvido de todo lo ocurrido anteriormente.
Entonces, el tiempo, que no se para nunca, siguió su curso implacable. Jaime vivió más años, de alegrías y penas, de recuerdos y de olvidos, conoció mujeres y más mujeres, se casó y se casó…
Porque, a partir de aquel día, Jaime fue casándose hasta llegar al límite que permitía el Islam a sus devotos: cuatro mujeres.
¡Con las respectivas suegras!
¿No quería una en la vida anterior? ¡Pues ahora tenía cuatro!
¡Cuatro suegras! ¡Cuatro dolores de cabeza permanentes! ¡Cuatro maldiciones!
Al final, ya reza el refrán: quien no quiere caldo, ¡cuatro tazas!
Cuentan las crónicas infernales que el diablo, en las profundidades del Averno, se reía de tanto en tanto cada vez que Jaime se casaba con una nueva mujer y adquiría una nueva suegra. Sus súbditos, creyéndolo entonces más proclive a algún tipo de benignidad, se atrevían a pedirle mayor suavidad en las torturas.
Fue evidente que el diablo no accedió en ningún momento a aquellas súplicas disparatadas y, por el contrario, lo que hizo fue aumentarlas en número e intensidad.
Como dijo en más de una ocasión a sus lacayos, tan horribles como él, y siempre atiborrándose de risa, los mortales, esos moscardones insignificantes, ¡se merecían aquello y aun más!