(1 DE 2)
El Ángel de la Muerte se le apareció de pronto, nada más girar una esquina medio en penumbras de vuelta a casa después de un duro día de trabajo.
Al principio, Braulio, emprendedor gerente de la multinacional de electrodomésticos Perfectum se quedó desconcertado, pero el desconcierto duró poco tiempo. Difícil, por no decir imposible, reconocer al instante la identidad de aquel espeluznante personaje que le impedía el paso.
Altísimo y tan escuálido como un perro sarnoso, era un fideo de tres metros, una pica en Alicante, el poste de una horca. Vestía una capa oscura como las tinieblas, destartalada de un extremo al otro como si hubiese estado mordido por las ratas y las cochinillas. Debajo de la negra caperuza que cubría lo que debía ser su cabeza, dos brasas relucientes asomaban en la penumbra y ardían tan adentro y con tanta intensidad que sólo con el reflejo encendían su propia alma.
Aquel individuo alzó una mano huesuda, sin pizca de carnes, y apartó ligeramente la caperuza, mostrando su auténtica faz: ¡la de una calavera! Curiosamente, dos protuberancias óseas, a modo de diminutos cuernos, sobresalían de las sienes.
Después, mientras la emprendía a risotadas grotescas que reverberaban en las paredes y le amenazaba con una guadaña inmensa de hoja blanca como la leche y tan afilada como el mejor acero toledano, le graznó con una voz cavernosa, tétrica:
– ¡Vengo a por ti! ¡Ha llegado tu hora! ¡Prepárate porque a donde te llevo sufrirás eternamente los peores castigos que tu mente obtusa pueda concebir!
Un terrible escalofrío estremeció el cuerpo de Braulio. Ya no había dudas: aquel engendro era el Ángel de la Muerte. ¡Belcebú! ¡Y venía a llevárselo directo al infierno, donde sufriría tormentos sin fin!
Sin saber cómo, Braulio recordó en ese instante un refrán conocido: “A la vejez, el diablo enreda”.
Se estremeció de nuevo: ¡él aún no era viejo!
¡No había derecho a que se lo llevara!
Le vino a la memoria entonces, como en un relámpago fugaz, que a lo largo de su vida se había visto en docenas de situaciones embarazosas. Y también recordó que siempre, gracias a la especial combinación de astucia y frialdad con la que la naturaleza le había dotado, había salido airoso de todas ellas.
No iba a ser aquella menos, se propuso con firmeza mientras su mente se esforzaba en buscar una salida.
Gracias a sus cualidades innatas y a su rapidez mental, no tardó en encontrarla en unos pocos segundos. Los suficientes para reaccionar a tiempo. Si se hubiese demorado, su perdición habría sido inevitable.
–Hombre, no se me ponga así –comenzó sugiriendo con voz de comerciante amable y circunspecto.
El Ángel de la Muerte, que ya había avanzados dos pasos hacia él, se quedó como paralizado.
– ¿Quien eres tú, insignificante humano, retorcida sabandija de carne nauseabunda, para insinuarme como me debo poner? –replicó con indignación creciente y llamas pavorosas en la boca, hecha un volcán de furia y rabia.
Mal había comenzado, se dijo Braulio entornando los ojos. ¡Con el diablo no se juega! Decidió ir directamente al grano.
–Escuche, señor diablo, porque usted es el diablo, ¿verdad?
El Ángel de la Muerte soltó una carcajada espeluznante.
-¿Lo dudabas?
Braulio cabeceó, intentando dominar sus nervios.
-Usted ha venido para llevarse una alma al infierno, pero yo le propongo un cambio con el que saldrá ganando.
El Ángel de la Muerte hizo retroceder unos centímetros la temible guadaña con la que segaba vidas como si fueran minúsculas espigas. Luego, rígido como una estatua y sin decir absolutamente nada, le miró expectante con sus ojos de brasero infernal.
-Eeeeehh… Verá –continuó Braulio, sabedor de que, al menos, había despertado su curiosidad-: yo me he casado dos veces, así que he tenido otras tantas suegras.
El Ángel de la Muerte levantó amenazadoramente su guadaña.
-¿Y qué me quieres decir con eso, putrefacta inmundicia?
-Hombre, muy sencillo –contestó Braulio con aire campechano, como si la cosa no fuera con él-. ¿Qué le parece si se lleva ipso facto sus almas a cambio de la mía? ¿Le parece bien el trato? ¿Alguien le había propuesto antes algo semejante? Piénselo bien, ¡porque la oferta es inmejorable!
La risotada del Ángel de la Muerte fue escalofriante. Al mismo tiempo, movió la blanca guadaña hacia él.
–Una de las dos ya ha muerto –espetó secamente para espanto de Braulio, que por un instante se dijo “¡tierra trágame!”.
– ¡Bien, bien…! – reaccionó inmediatamente, como si tuviera preparada la respuesta de antemano aunque acababa de surgir en su mente como una flor en primavera-. Mañana mismo iba a casarme otra vez, así que… ¡siguen siendo dos almas! ¡Y dos son más que una! ¡Estarán a su entera satisfacción! ¿Se imagina qué puede hacer con ellas? ¡Las podrá freír cuantas veces quiera! ¡Y son dos almas valiosísimas! ¡Suegras en estado puro! ¡Cotillas y quisquillosas como ellas solas! ¡Dos auténticos demonios que le harán compañía en sus millones de horas de tedio! ¡Vamos, un placer para usted!
¡Uf, suerte que se le había ocurrido decir todo aquello! ¡Un buen comerciante debía saber siempre cómo convencer a todo el mundo, el diablo incluido!
El ángel mortífero, con una tranquilidad que a Braulio le pareció eterna e inmutable, y sobre todo amargamente descorazonadora para sus intereses, giró y regiró lo cabeza. ¡Estaba pensando! Braulio, que no sabia si en aquellas circunstancias estaba bien rezar, temblaba por dentro en silencio. Por fortuna, al fin el diablo acabó por asentir silenciosamente, pero con una gravedad apabullante.
Braulio no pudo evitar saltar de alegría, cosa que al diablo le hizo arrancar una mueca de desprecio. ¿Pero, cómo no podía saltar Braulio? ¡No era para menos! ¡Al diablo le parecía bien su propuesta! ¡Y ello quería decir que aún le quedaba mucha vida por delante!
EL ÁNGEL DE LA MUERTE (2 DE 2)
Cuando Braulio paladeaba el triunfo de un magnífico acuerdo, concertado ni más ni menos que con el mismísimo diablo, un pensamiento repentino le angustió: ¡el trato no estaba completo! ¿Y si el Ángel de la Muerte regresaba por él al cabo de pocos meses? Porque, ¿quién le decía que a sus suegras les quedaba mucho tiempo de vida? ¿Y si en realidad les quedaba muy poco tiempo?
–¡Alto! –gritó en consecuencia.
El Ángel de la Muerte, que ya había iniciado la retirada, se paró en seco y alzó terriblemente la guadaña. Aquello de levantar tanto tan horrible instrumento debía ser algo así com un tic nervioso, pero el caso es que parecía estar preparándola para propinar un golpe contundente que segaría el cuello de aquel insensato que se atrevía a darle órdenes.
Braulio tragó saliva. O funcionaba la idea que acababa de tener o se veía con el cuello cortado y a continuación irremediablemente engullido por las llamas del averno.
–Hombre, vea usted que tenemos que perfilar los detalles del acuerdo y dejarlo atado y bien atado. Estas cosas tan trascendentales, ¿sabe usted?, no se deben llevar a cabo con ligereza sino con sensatez. Porque después dan más quebraderos de cabeza que otra cosa.
Sólo los cuernos de la calavera temblaban casi imperceptiblemente mientras ella, tiesa como un palo y seca como el esparto, no estimaba conveniente ni tan sólo contestar. Nunca gastaba más saliva de la necesaria con aquellos estúpidos y ridículos mortales.
Braulio carraspeó.
–Creo que es justo que calcule los años de vida que les quedaba a las dos mujeres juntas y, si le parece bien…, me los conceda a mí. Es lo justo.
De nuevo, el Ángel de la Muerte se sumió en una terrible meditación que, a pesar del frío de febrero que reinaba en aquella esquina a la intemperie, hizo sudar al pobre Braulio.
Finalmente, y para alivio de Braulio, el diablo asintió de nuevo. A continuación, extendió la huesuda mano que no llevaba la guadaña. Sus dedos largos y afilados se pusieron a moverse frenéticamente mientras una extraña tonadilla salía junto con gusanos verdosos y pequeñas serpientes de su boca grotesca.
Braulio adivinó al instante lo que estaba ocurriendo y respiró aliviado: el Ángel de la Muerte estaba contabilizando el tiempo que le iba a conceder a cambio del perdido por las dos suegras.
De pronto, la tonadilla cesó y la voz cavernosa tronó una vez más, con un eco que parecía surgido del mismo averno:
–Te quedan veinticuatro años, cinco meses, trece días y dieciocho horas. ¡Y ni un minuto más!
¡Maravilloso!, exclamó Braulio para sí. ¡Le quedaba toda una vida por delante!
Pero ay, los humanos nos esforzamos en vano en contar el tiempo. Éste es como un río interminable que nunca cesa y que se burla de los intentos inútiles de aquellos que quieren detener sus infinitas y escurridizas gotas de agua.
Transcurrieron pues, en un santiamén para la mentalidad del pobre Braulio, los veinticuatro años, los cinco meses, los trece días y las dieciocho horas.
Una vez cumplido el plazo, el Ángel de la Muerte se le apareció de nuevo en la misma esquina. Ese día Braulio había viajado fuera de la ciudad, en un intento deliberado de evitar ese lugar. Sin embargo, en un momento dado había cerrado los ojos y a continuación, sin saber cómo, se había visto de cuerpo presente en la dichosa esquina.
Para su infortunio, allí estaba de nuevo el diablo, con su guadaña blanca como la leche y la capa destartalada, con su trágica palidez y la rigidez de la muerte.
Para su sorpresa, el Ángel de la Muerte se encontró a un Braulio tímidamente sonriente y, al menos en apariencia, poco o nada atemorizado ante su escalofriante figura.
–¡Vengo por ti! -gruñó la calavera con su característico graznido-. ¡Ha llegado tu hora! ¡Prepárate porque a donde te llevo sufrirás eternamente los peores castigos que tu mente obtusa pueda concebir!
Braulio siguió sonriendo con una mueca desdibujada, detalle que alarmó al diablo. ¿Qué había tramado aquella miserable sabandija? ¿Por qué no decía nada? ¿Por qué no temblaba ante su presencia? ¿Todos los humanos se habían estremecido ante su presencia y aquel iba a ser una excepción? ¡Imposible!
Pero la insignificante y miserable sabandija humana ya tenía una respuesta preparada. No en vano había tenido más de veinticuatro años desde el día que concertó el acuerdo con el diablo para pensarla.
Sin embargo, la presencia imponente del Ángel de la Muerte había conseguido poner finalmente nervioso a Braulio, así que le costaba empezar a hablar.
Intentó serenarse. Con ese fin, tragó saliva y la volvió a tragar. Cuando por fin lo logró dijo con voz al principio vacilante pero que a las pocas palabras se hizo firme como una roca:
–Ehem, ehem… Sepa usted que durante este tiempo me he casado dos veces más, lo que representa otros tantas suegras, que aún están vivitas y coleando. Me separé de las mujeres respectivas, pero la próxima semana me vuelvo a casar, lo que quiere decir otra suegra más. Así pues, con un nuevo trato con tres suegras en danza, ¿cuántos años me quedan ahora de vida?