El espigado detective y su recio acompañante estaban sentados en dos mullidos canapés de la habitación estilo Eduardo VII, situada en la ala derecha de la lóbrega mansión doveriana renombrada por los habitantes de los pueblos vecinos como The House of the Inexistent Hill. La pisada de los estragos del terrible síndrome sobradamente estudiado desde el tiempo de los romanos, el conocido con el nombre de Horror Vacui, se encontraba difusamente impreso en la habitación. Con gran dificultad se podía observar algún espacio del suelo, de las paredes o incluso del techo que no estuviese ocupado por algún mueble, alguna estera iraquí o baluchistaní, escenas campestres y de caza de Gainsborough, otras mitológicas de la escuela italiana del Ottocento, o por los mil extravagantes cachivaches dispersos por todas partes. De ellos, las más valiosos tal vez eran dos pieles, una de ocapi y otra de leopardo, una riquísima colección de pipas de todos los tamaños, procedencias y épocas, unos cuantos libros primorosamente editados, un par de ellos incunables, cartas de delicadas filigranas con su abrecartas de marfil labrado, una armadura flamenca del s. XV admirablemente pulida y tan estratégicamente situada que parecía vigilar la estancia, una destripada almohada de lana cashmere -pronto descubrirían el porqué del destripado- y un tieso dóberman de fina porcelana.
Incluso el mismo aire que respiraban estaba totalmente sometido a la influencia humana. La contaminación no se podía apreciar a simple vista, salvo por la fantasmagórica columna de humo que se alzaba por encima de la pipa esmaltada del personaje espigado, que la fumaba con calma tensa, pero el fuerte aroma de sándalo que desprendía el tabaco encendido se había mezclado con todas y cada una de las moléculas del espacio libre, y había impregnado incluso los utensilios y los rincones más inaccesibles de la estancia.
El detective se removió en el asiento. Acto seguido, como si quisiera concluir quién sabe qué enrevesado razonamiento mental para centrar su atención tan solo en la realidad que le rodeaba, chupó una última vez la pipa con fruición y expulsó el humo con una voluptuosa bocanada. Después la apagó mecánicamente en un cenicero de vidrio de Murano antes de incorporarse del canapé de terciopelo carmesí. Se levantó y se acercó con un toque de displicente tranquilidad hacia su acompañante, el cuál en ningún momento había dejado de contemplar sus últimos gestos con ojos curiosos.
-Indudablemente, Mr. Watson -las palabras salieron lentas de la boca de finos labios del detective, como si fueran producto de una larga meditación-, nos enfrentamos a una organización muy competente, compuesta por gente muy culta y con un gran sentido del civismo.
Sherlock Holmes pronunció sus últimas palabras con un ligero acento nasal, debido a que con el dorso de la mano se había tapado disimuladamente la protuberancia facial que originaba inevitablemente tal acento. El motivo de esa acción tan súbita fue que su interlocutor acababa de estornudar de forma estrepitosa, salpicando el aire en la dirección en la que él se encontraba.
Mr. Watson, un hombre de una pulcritud y discreción rayana en la exageración, un tanto avergonzado por su incontrolada acción, hizo como que no se había percatado de ese acto manual. Después de limpiarse a conciencia su enrojecida nariz con un pañuelo de seda, se metió éste en el bolsillo con un elegante gesto, más propio de un dandi que de un médico de cabecera sin especialidad por no haber podido recabar en su momento las referencias convenientes.
-¿Y con qué bazas sustenta esa teoría, estimado amigo? En primer lugar, ¿por qué habláis de una organización y no de un simple individuo?- inquirió entonces, con una mezcla de ese aire circunspecto distintivo del quien cree haberlo visto todo, y de extrañeza, incluso admiración, por lo increíble que podía resultar a veces el mundo y la gente que lo habita por todas partes menos por los Polos, los desiertos salvo los oasis, los mares y océanos y las zonas inhóspitas del planeta en general.
-Ahá, muy sencillo –respondió categóricamente el detective, y mientras decía esto se apartó discretamente del lado de su compañero, situándose al menos a cinco pies de él-. Observad que se han llevado la caja fuerte. El propietario nos informó que se trataba ni más ni menos que de una Bash, cuyo peso, por el espacio que ocupaba, muy bien podía ser de 460 libras. Demasiado pesada y difícil de manejar para un único sujeto. Por fuerza, tuvieron que ser varios que, además, estuvieron organizados con suma precisión. Detalles como el necesario transporte con una carretilla idónea para el acto, el elevador para subirla al carruaje, el propio carruaje, que debía estar preparado para tal evento, todo avala que estemos hablando de una organización.
-¿Y respecto las otras premisas que habéis aventurado?
-Elemental, Mr. Watson -sentenció el inductivo detective con un vivo y suave timbre de voz londinense- Y es más que una simple teoría o simples premisas aventuradas: estoy hablando de una verdad sustentada en los hechos. Es evidente que no os habéis enterado de ellos debido al lamentable resfriado que arrastráis desde hace tres días, cinco horas y dieciocho minutos, y que amenaza con retiraros de la circulación si no ponéis más cuidado. Si os encontrarais en el estado de salud normal para un hombre de vuestra edad y constitución, ya os habríais percatado del peculiar aroma que se respiraba en esta sala cuando entramos. Su intensidad, con toda seguridad, tuvo que ser bastante mayor treinta y seis minutos antes.
Mr. Watson parpadeó, un tanto atónito, cosa que con su compañero ya se había habituado a hacer con cierta frecuencia.
-No sé dónde queréis ir a parar. Os lo suplico: ¿seríais tan amable de explicármelo? Aroma, ¿qué aroma? Yo solo huelo a tabaco. Precisamente el suyo…
-Exacto. Fue cuando empecé a fumarlo cuando empezó, lógicamente, a desvanecerse el citado aroma.
-Sí, claro, cómo no había caído. Pero ¿no me haríais el favor de acercaros algo más? Creo que mi oído también ha quedado parcialmente afectado, sin contar que la afección del aparato respiratorio, posiblemente derivada hacia los pulmones, ha alterado asimismo mi visión. Y si a eso añadimos la penumbra de esta cámara, ya ve, con las ventanas cerradas tal vez desde tiempos inmemoriales, no sé si soy capaz de distinguir los contornos de un elefante pakistaní.
-Por supuesto que me acercaré y os lo explicaré, apreciado compañero de tantas y tantas enriquecedoras peripecias -recalcó Sherlock Holmes mientras se acercaba un cuarto de pie aproximadamente-. Sabed que el aroma en cuestión, en estos momentos casi inexistente, es el que dejan las hembras Fox-Terrier Noruegas en celo. El Bull-Dog Irlandés que guardaba esta estancia con sus caninos acerados cual tigre bengalí, al olerla, se sintió como un Romeo atraído sin remedio por una gentil Julieta. Lógicamente, se fue directo hacia la conquista como un vulgar gigoló, descuidando su obligación y de paso destrozando la almohada digamos que en contienda amorosa de primer orden; porque, decidme, distinguido colega, ¿qué perro podría resistir la llamada de una hembra canina de tan excelente pedigrí? Ni qué decir tiene que el Bull Dog también es perro de excelente pedigrí, y lo sabe. No se habría ido con cualquiera…
-Es todo un honor que os dirijáis a mí como colega –aceptó Mr. Watson con un ligero movimiento de cabeza-. Sois muy amable. Obviously, esto explica la eficacia de esta organización criminal, pues acertaron a la primera con el método más idóneo para quitarse de encima tan molesto guardián que el propietario había dejado de vigilancia, e incluso la cultura. Porque con esos datos, resulta fácil deducir que el poseedor del Fox Terrier es un hombre muy culto, que conoce al dedillo las peculiaridades, ehem, digamos sexuales con todas las letras, de tan preciados animales. Además, la posesión de canes como ese solo está al alcance de gente de alto linaje y gran distinción. Sin embargo, sigo sin entender aquello del «gran sentido del civismo».
-¡Ahá, Mr. Watson! Acabáis de dar una nueva muestra de vuestra innegable perspicacia al descubrir la clave de los términos «competencia» y «cultura», más aun así insisto en qué os curéis el resfriado. No os toméis a malas lo que voy a deciros, pero temo que os ha enturbiado algo más que la nariz, la vista y el oído. En condiciones normales ya habríais averiguado la pregunta que me acabáis de hacer. Os diré lo siguiente: cualesquiera otros ladrones no habrían utilizado esta asechanza tan… sutil y, sobretodo, tan delicada. Lisa y llanamente, habrían arrojado al Bull Dog un trozo de carne envenenada, y el inocente animal habría tenido una muerte horrible, entre espasmos musculares, convulsiones y un cuadro general de asfixia necesariamente mortal que, además, habría llenado la sala de una olor y unas babas sin ninguna duda repulsivas. Una muerte gratuita y repugnante, que los ladrones han evitado, demostrando así ese civismo del que os he hablado y un magnánimo cariño por los animales.
-Mientras que el propietario de la caja fuerte robada -argumentó Mr. Watson alisándose su fino bigote-, lo que ha demostrado es que es un patán sin corazón ni sentimientos. ¿A quién se le ocurre tener permanentemente encerrado un esbelto Bull Dog en una cámara sin ventilación ni las más mínimas condiciones de higiene? He decidido elevar una protesta formal a la Real Sociedad Protectora de Animales, de la que tengo el placer de ser Fellow fundador, y espero que este individuo innoble sea expedientado y castigado como es debido. Pero aquí no quedará la cosa: cuando pillemos esa pandilla de ladrones, lo cual, sin duda, no tardará mucho, les enviaré a Brochure of Information y una suscripción de 12 pounds anuales, con gratuidad del primer año por supuesto. Estaremos muy complacidos de admitirlos en el seno de nuestra Royal Society.
-Muy bien, muy bien, Mr. Watson, eso os honra, y no podía esperar menos de usted. Me atrevo a sugeriros que ilustréis el caso por escrito para que sirva de ejemplo para la juventud de nuestra brillante nación. Y ahora, después de que, si es de vuestro agrado, dejéis sobre la mesa la pluma Waterchof, porque no es el encendedor, el cuál aquí lo tenéis -le lo acercó con un gesto diligente-, por favor, curaos el resfriado, si os parece podemos ir ahora a cierta mansión que hemos visto nueve millas y media antes de llegar aquí. De camino a esta House pude observar de reojo, mientras usted me explicaba las curiosas costumbres polígamas de la tribu Cashbundia, la cola oscilante y sumamente alegre de un Fox-Terrier…
(Fragmento de la novela de Sir Arthur C. Doyle «The two dogs and the Pussy-cat», publicada originalmente en Gadget Publications, Liverpool, England, 1.894).