Ujiji, 10 de noviembre de 1871
De pie uno frente al otro, en medio de un claro de la selva, los dos hombres se chocaron las manos sudorosas con el trasfondo del rumor inquietante que surgía del frondoso follaje que los circundaba. La masa extraordinariamente frondosa de árboles que rodeaba el claro, con evidentes ansias de tragárselo, tan solo se rompía en un extremo a través del cual se podía divisar el manso espejo del Lago Tanganica y el lejano espejismo de la orilla opuesta. En sus cuellos les escocía el prurito de saberse vigilados por centenares de ojos, que intuían implacables, pero eso no parecía importunarles lo más mínimo. El momento era demasiado trascendente como para dejarse inquietar por una nimiedad como aquélla. La voz de uno de ellos, que nacía clara de su garganta profunda, se oyó de forma perfectamente audible por encima del rumor:
-Dr. Livingstone, supongo. -La frase fue reflejo de una actitud decidida. Por el tono no se notó que quien la pronunciaba, un hombre de rostro corpulento y de estatura media, orejas puntiagudas y rasgos duros, justo acababa de detenerse después de haber recorrido veinticinco millas sin parar a través de aquella arboleda erizada de peligros, entre ellos las temibles picotadas de los mosquitos Anófeles Sanguinolentum.
Su interlocutor enarcó las cejas como único gesto expresivo. Después, antes de hablar, dirigió la mirada, primero a una gota de sudor del tamaño de una perla que le colgaba al otro de su nariz, y a continuación a su cabello. Lo llevaba tan empapado que permitía contar las escasas rayas de una calvicie hábilmente disimulada.
-¿Quién si no, señor rescatador mío? –contestó con flema british-. ¿O usted sabe de algún otro hombre blanco en 500 millas a la redonda? Corramos un tupido velo sobre su frase tan… desafortunada, destinada obviously al olvido, y, dígame, porque me muero de deseo de verificar una noticia importantísima: la Reina Victoria, ¿es verdad que ha parido gemelos?
-Verdad es, Dr. Livingstone. Y tan cierto como que mis ojos lo están viendo a usted, disfrutan de una excelente salud y son tan espabilados como su madre, además de tan juguetones y traviesos como los otros chicuelos de tan ilustre familia. ¡¡GOD SAVE THE QUEEN!!
-¡¡GOD SAVE THE QUEEN!! -gritó también el Dr. Livingstone, sintiendo como se le ruborizaban las mejillas. ¡Ah!, cuánto tiempo sin oír aquella frase tan maravillosa. Representaba la civilización y todo su mundo, tan añorado: los desayunos con bacon, huevos fritos y las suculentas judías estofadas, las verdes y ondulantes colinas inglesas, los caballeros vestidos de rojo intenso persiguiendo esquivos zorros, que maldita la gracia les daba ser tan acosados…
En ese mismo instante, el rugido desgarrado de un león y el lamento desesperado de su presa humana lo sacaron de su abstracción. Entonces añadió:
-Ahora que caigo, todavía no sé su nombre.
-¡Oh!, ¡qué lamentable descuido! -exclamó el otro-. “Descuidare humanum est”.
«¡Qué hombre tan paliza! ¡Éste quiere hacer historia con frasecitas!», se le pasó por la cabeza al Dr. Livingstone, pero se guardó mucho de abrir boca y esperó a que su compatriota completara su respuesta.
-Mi nombre es Stanley. Henry Morton Stanley. Británico, explorador y periodista del New York Herald, para servirle en lo que usted guste y disponga. Celebro verle sano y salvo y, ahora que por fin lo he encontrado después de arduas buscas, ¿no cree que debería abandonar esta vida tan agreste y arriesgada que lleva y acompañarme de vuelta al mundanal ruido? Su mujer y sus ocho hijos, que es una delicia comprobar cómo se han desarrollado de altos y bien plantados, aunque un tanto repelentes, lo esperan con los brazos abiertos. ¡Ah!, y su mujer me ha encomendado expresamente que le transmita, con palabras textuales, que «Ya está hasta el moño de esperar pelando la pava, y que vuelva o si no pedirá el divorcio y, consiguientemente, el embargo de todas sus cuentas bancarias, suizas incluidas porque está al corriente de ellas, así como de sus bienes y propiedades. Cuenta, por supuesto, con la mecedora de ébano herencia del bisabuelo de usted, el ilustre general Againstpeace”.
-¡Ha! ¡Betty no cambiará nunca! Pues dígale que por mí se puede ir a la puñ… No, no le diga eso. Sería indecoroso. Y podría resultar que incluso se las arreglara para embargar mi estimada chalupa Celtiberian Warrior. Y eso que está a nombre de un primo mío, el intendente de Scotland Yard Franky Strawberryhill. De hecho… no le dirá nada. Lamento decirle que ha escogido un mal momento para rescatarme. Estamos rodeados; y presiento que no saldremos con vida de ésta. Los burundianos me la tienen jurada desde que le di la extremaunción al churumbel nº 86 de su cacique, lo único que humanamente pude hacer dado el empacho mortal de necesidad que sufría a base de higos chumbos y papayas. ¡Cómo si no tuviera carne de chimpancé para comerse todas la que quisiera! Eso fue después de que me avisaran diciéndome: «Venga, venga: el brujo de la tribu no acierta ni de casualidad a bajarle la fiebre, y buana es la única posibilidad de salvación que le queda. Al brujo ya le hemos sacado el hígado, pero el chico, después de comérselo frito y condimentado con comino y salsa de termitas maceradas, nuestro mejor delicatessen, continúa igual o peor.»
-Si es así -manifestó Mr. Stanley mostrándose un tanto compungido pero no resignado-, me complace comunicarle que ha sido un extraordinario placer conocerlo en el postrer adiós a mi azarosa y enriquecedora vida. Ahora bien, creo que a esos salvajes les impresiona que no les tengan miedo, cosa que puede dejarlos sin capacidad de respuesta. ¿Le apetece una pipa de tabaco Strongest’Pictes? Me imagino que por aquí será difícil encontrarlo. El plan es que, fumando tranquilamente aparentemos ser un par de viajeros inofensivos y, si nos ponemos a caminar como quien no quiere la cosa, igual desaparecemos antes de que caigan en la cuenta, ¿no cree?
-Magnífico plan. Demuestra una admirable capacidad de síntesis generativo-conductista. En razón los británicos dominamos el mundo. Páseme la pipa y emprendamos la marcha hacia nuestro destino en lo univer… ¡¡¡AAGGGHHH!!!
-¡Dr. Livingstone! -exclamó Mr. Stanley acercándosele en el momento que éste caía desplomado cual vulgar saco terrero al suelo de arcilla hormiguera-. ¡Observo que una flecha indígena se le ha incrustado en el omóplato derecho! Eeehh… creo adecuada una rápida intervención quirúrgica por personal especializado y con el instrumental y las condiciones apropiadas; en caso contrario, duda que sobreviva con el medio litro escaso de sangre que le quedará de aquí a un par de horas.
-¡¡Aaggghhh!! Ahooora…, yaaaa pueeeede decirleee aaaa laaaa Beeetttyy queee seeee vaaayaaaa aaa laaa… puñeeetaaa!!! Y usteeeed, en veeeeez deee veniiiiiier aaa salvaaaaarme maaás valiera queee seee hubiiiiiieeeera iiiiido aal miiismo luuuugar. ¡¡¡AAAAGGGHHH!!!
Pero entonces, cuando peor pintaban las cosas y los burundianos estaban preparando una nueva andanada de flechas impregnadas de veneno de la serpiente mogamba mogambilla sonó inesperadamente el peculiar y agradabilísimo silbato de una gaita escocesa, por más señas glasgowiana. Y de inmediato, chasquearon cómo azotes de látigo de piel de boa macho castrado al menos tres docenas y media de secas explosiones, acompañadas de numerosos «¡¡UUAAA, UUAAA, UUAAA!!» surgidos de especimenes que, con mucha benevolencia, podrían ser adscritos al género humano. También se oyeron muchos «¡¡RUUEEC, RUUEEC, RUUEEC!!» y otros ruidos, todos ellos frenéticos y enloquecedores. Estos surgían de aparatos fónicos clarísimamente no humanos, o sea, provenientes de seres irracionales de cola larga sin el más mínimo género de duda, y de formas, tamaños y colores variopintos. Por unos instantes aquello le pareció a Stanley la batalla de Gettysburg, de la guerra de Secesión Americana -le había tocado vivirla personalmente-, solo que con acompañamiento melódico-animalístico.
-No se preocupen, señores: están a salvo –los alteró entonces una voz que, de tan cerca que les llegaba y de tan estridentemente aguda que era, les repicó en los tímpanos y los dejó talmente como si hubieran oído a un metro la campana de la Catedral de Windsor.
Mr. Stanley levantó la vista, gratamente sorprendido. El hecho de ayudar el herido lo había distraído lo suficiente como para no darse cuenta de la aparición del oficial. Éste, ya tan solo a un paso de distancia, en esos momentos se estaba quitando el quepis. Livingstone no levantó la vista ni hizo nada que pudiera dar a entender que se había enterado de la presencia del recién llegado, que mientras se acercaba cantaba con juvenil entusiasmo el himno británico “Land of hope and glory… Mother of the free… How shall we extol thee…”. Desafinaba un poco, y la voz le salía un tanto agrietada, como la de alguien que durante su vida se hubiera engullido miles de botellas de whisky, pero aun así el resultado era bastante pasable para cualquiera con cierto gusto musical (especialmente para las marchas militares).
-Mortimer, Sres míos. -se presentó el oficial con una agradable y solícita entonación-. El Teniente Samuel Mortimer, del 7° de Fusileros Reales de Glasgow, y su comandante actual a causa de la reciente y desafortunada defunción del capitán Mc Millan Jr. por el efecto fulminante de un dardo dudusi emponzoñado con veneno de las mortíferas tarántulas pardas hermafroditas, al parecer la especialidad de tan singular tribu africana. En estos momentos mis bravos soldados están limpiando la selva de elementos hostiles burundianos, lo que no es difícil porque es fácil identificarlos ya que todos ellos van de negro y no paran de moverse como si estuvieran en un baile. Me complace comunicarles que nuestro cirujano, Mr. Smartdeath, se presentará en un santiamén para atender a su curación.
Entonces, el teniente se interpuso entre ellos dos. Extrajo el pañuelo humeante de sudor y ennegrecido que envolvía el interior de su quepis de color caqui. Le echó a la herida del Dr. Livingstone un chorro de agua amarillenta de su cantimplora, y con el pañuelo la taponó con gran destreza y en total silencio. Una vez acabada la operación se incorporó con lentitud, se cuadró ante ellos, dirigió la vista al horizonte, los saludó militarmente con un gesto enérgico y, acto seguido, de repente, casi al tuntún, lanzó al infinito un grito que los estremecieron de pies a cabeza como nunca en sus vidas ninguna otra cosa lo había hecho:
“¡¡GLORY TO THE BRITISH EMPIRE!!”
Y ellos dos, claro está, repitieron con las cuerdas vocales a todo volumen:
“¡¡GLORY TO THE BRITISH EMPIRE!!”
(Este relato forma parte de las Memorias -hasta hace escasas décadas inéditas por oscuras razones- del Coronel Samuel Mortimer, jefe del 7° Regimiento de las Tropas Reales Expedicionarias Británicas del África Occidental. Se recopilaron bajo el título de «Crónica de las Expediciones en los Grandes Lagos, en el Cuerno de África y en La Tierra de los Faraones». Tal y como consta en el subtítulo de la obra, se narraron con la intención de «servir como pasatiempo e instrucción de las generaciones presentes y futuras». Fueron descubiertas casualmente por un tataranieto suyo en el doble fondo de un arcón centenario, cuando estaba haciendo el inventario de sus escasas pertenencias para hacer frente al embargo al que le habían condenado por “impago reiterado de fondos y fraude fiscal muy gordo”.
“Con mucha posterioridad a este hecho, el reputado crítico de ópera del prestigioso New Orleans Herald, Robert Acornfield, afirmó en el prólogo de la primera edición de dichas Memorias que «la Historia no es según quién la hace, sino según quién la cuenta»; y a continuación, sugirió, con ingeniosa e inédita perspicacia, que es «como se ve en este caso, pues, rescatadas milagrosamente estas Memorias del pavoroso incendio que destruyó en su día la mansión solariega, la versión que dan del mítico encuentro entre los dos famosos aventureros desmiente la ofrecida por Sir Henry Stanley en su libro “How I found Dr. Livinsgstone”. Así pues, que el condescendiente lector busque, compare y elija».